atallamos para encontrarnos la tarde de la cita. Confundimos un café con otro en la calle El Falaki, por lo demás inundada de salones proletarios de té a pocas cuadras de la plaza Tahrir, o de la Liberación, como se llama desde 1954. Jamila es una joven reportera, eficaz bloggera y activista de derechos humanos, creadora del sitio Tortura en Egipto y pertenece a la plantilla de una agencia de información alternativa. Viene ahora de la vecina ciudad de Giza, en el camino a las famosas pirámides. En transporte público, que en El Cairo puede ser tranvía, taxi (destartalados muchos), metro, autobús o bien carreta tirada por caballo o burro, y todo entre un galimatías de diablitos y gente.
No tengo una idea formada de cuál será su aspecto, pero me sorprende, quizá indebidamente, verla bajo una larga falda hasta el piso y el rostro envuelto en el velo característico de las mujeres, corazón secreto de la ciudad. Hace calor, tolerable en la sombra. El Nilo pasa no lejos. Finalmente, nos instalamos con nuestros vasos de té con hierbabuena en la sencilla terraza del hotel Dassina, asomados sobre la –vaya que sí– muy bulliciosa ciudad y su aturdidor forcejeo entre carros y peatones que nunca queda claro quién gana.
Su expresión es seria y alerta, enmarcada en un velo gris. Envía y recibe continuos mensajes de texto. Es fundamental para nosotros, explica sobre el teléfono celular, podemos comunicarnos siempre ante algún ataque de la policía. Para dar idea de lo que significa su trabajo, cuenta que hace poco capturaron a uno de sus compañeros. Fue torturado salvajemente por la policía secreta, la cual tuvo cuidado en grabar la tortura con el celular del detenido y luego enviar la grabación a su lista de contactos, para que vieran lo que les espera, cortesía del señor Suleiman.
En la primavera pasada, el régimen de Hosni Mubarak ya pesaba como una lápida. La mayoría de la población, con menos de 30 años, como Jamila, sólo ha conocido la sempiterna dictadura, conveniente para todos menos los egipcios: Europa de plácemes permanentes, Israel tranquilo por ese lado (y por el otro, Jordania, también) y Estados Unidos a cargo de la situación por tan largo tiempo que su protectorado encubierto derivó en rutina, burocracia, tedioso hecho consumado.
Pero no hay pueblo, y menos uno tan grande como el de Egipto, que aguante vivir tanto tiempo con miedo. El sitio web de Jamila (que por supuesto desapareció del ciberespacio durante el apagón mediático del moribundo Mubarak) documenta casos específicos de tortura y les da seguimiento, mayormente en árabe. La cruel práctica represiva venía siendo un paralizante de la sociedad hasta que, como hemos visto, todos a una dijeron basta y comenzaron por desafiar a esos policías y servicios secretos que tantas ofensas deben al pueblo de Egipto.
Había en Jamila un desasosiego etéreo. Como el velo de su rostro, su determinación no lograba cubrir una muy alta dosis de ternura que irradiaba la certidumbre de esto no puede seguir
.
No supe más de ella, hasta la semana pasada que la entrevistó brevemente una televisora árabe. La revuelta egipcia la sorprendió en Europa, donde estudia ahora. En pantalla lucía triste, preocupada por estar lejos en este momento trepidante. Vestía de negro, velo incluido.
¿Será que desaparezca al fin la tortura sistemática, practicada bajo la mirada de Occidente (que dijera Conrad en 1911) por esos policías de boina, uniforme oscuro, garrote, gas, pistola, descarga eléctrica, su corrupción, sus redes de delación y televisión en complicidad con la propaganda oficial?
Hoy el dique se rompió. Miles de personas llevaban rato empujando, derribando por abajo un muro que parecía invencible, picando piedra para levantar un cambio. Así son las revoluciones: todos de pronto juntan su ya no
y toman las calles. A lo que toque, si no ahora, ¿cuándo?
Anochece en la terracita. El hotel
consiste en realidad en unas cuantas habitaciones modestas, limpias, agradables, y un vestíbulo como de casa particular atendido por jóvenes cairotas llenos de vida y curiosidad, en el sexto y último piso de un edificio oscuro y decrépito que parece deshabitado, aunque no, de lozas rotas, escaleras con caries, paredes húmedas como en Blade Runner, elevador antediluviano en el cubo del edificio, su mecanismo desnudo de cables, fierro, gruesas capas de polvo crónico. Y gatos.
Siendo una muchacha liberal, que ha viajado, habla idiomas y es dueña de su vida (no poco para una egipcia; en su país, musulmanas y cristianas por igual viven sometidas), no expresa rechazo a las organizaciones musulmanas, pero apunta que no representan a una mayoría que se quiere organizar de otra manera. Los hechos posteriores le dieron la razón. No veía entonces lo que nosotros llamaríamos una izquierda
articulada, pero sí el descontento y el potencial de la información verdadera e inmediata. La resistencia contaba ya con un samizdat de Internet y celulares a escala masiva. Y sabía lo que quería.