Las soberbias actuaciones de los alternantes exhiben anteriores apoteosis
Deficiencias con la espada empañan su labor
Soso pero cumplidor el encierro de Barralva
Martes 8 de febrero de 2011, p. a39
A veces el cachondeo establecido encuentra impensados niveles de torería y lo que se estimaba mera diversión por parte de promotores y público deviene, involuntariamente, emoción torera a cargo de reses y lidiadores.
En la decimoquinta corrida de la temporada grande de la aún más grande Plaza México se lidiaron siete ejemplares decorosamente presentados del hierro de Barralva, con fijeza y recorrido pero sosos en general, y dos, con hechuras y con emotividad, de los herederos de don Javier Garfias, aunque excesivamente recortados de sus astas, para el rejoneador luso-español Diego Ventura, cada día más soliviantado por empresas y prensa para que se convierta en el otro dictador del rejoneo en México. Así somos y además nos encanta el sometimiento.
Contra lo que indica la crónica taurina tradicional, aquí empezamos no por los ases sino por los jodidos que logran triunfar, así que diremos que Octavio García El Payo y Arturo Saldívar –ambos de la venturosa escuela taurina queretana Tauromagia–, con importantes trayectorias novilleriles en España a cambio de graves cornadas, demostraron la tarde de ayer que quieren y pueden ser figuras del toreo, siempre y cuando no se duerman con el canto de las sirenas tauromáquicas peninsulares sino que, asimilando éstas, sean capaces de adaptarlas al toro y al público de México, o lo que de ambos va quedando.
De El Payo puede decirse que luego de sus dos actuaciones en el presente serial tuvo tiempo para reflexionar y corregir actitudes. Con su primero, con buen estilo, recorrido y poca fuerza, el joven bordó el toreo con momentos de enorme belleza, llevando muy bien toreado a Canelo –aquellas interminables dosantinas rematadas con el cambio de mano para el natural, a ver qué divo las mejora– y recreándose en la suerte de matar, limpiamente ejecutada, para recibir una de las orejas más cabales de la temporada. Y con su segundo, aún más soso, El Payo sustituyó con su disposición la poca emotividad del astado, hasta conseguir un trasteo importante. Tuvo fuerte petición de oreja, pero como la orden no vino del palco de la empresa, el obsecuente juez la negó. Su vuelta al ruedo valió por muchos premios balines.
Arturo Saldívar derrochó toda la tarde actitud, aptitud y torería, tanto con capote como con muleta, para entender a los toros, al público y a sí mismo. Por precipitarse en el volapié perdió la oreja de su primero. Con su segundo, nuevamente mentalizado e inspirado, toreó superiormente con el capote, aguantó en serio la corta embestida y perdió la oreja con la espada, pero de que su porvenir es amplio ni quien lo dude.
Mención aparte merece el maestro de Badajoz Miguel Ángel Perera, dispuesto a contrastar la demagogia tauromáquica de algunos de sus paisanos con su rotunda actitud para entender y, lo más importante, para hacer la embestida de los toros con capote y muleta. Esta clase de hombres vestidos de luces anulan nacionalismos y mexhincadismos al tiempo que reivindican la torería sin adjetivos, tras anteponer cabeza, corazón y cojones.
Con 51 corridas en España y grave percance en 2010, Perera volvió a confirmar en sus tres toros lo que, sustentado en la técnica, significan la inteligencia y el pundonor. ¡Qué derroche de maestría en aquellos capotazos de tanteo y aquel toreo por alto a su descastado segundo!, y qué despliegue de herencia caminista con el de regalo al ahormar la cabeza para luego hacer embestir a una piedra en cadenciosos e increíbles muletazos por ambos lados, sin aspavientos, con sobriedad, maestría, vergüenza y verdad intemporales. Empañó aquel poema con la espada, pero su labor con Brujo allí queda como modélico trasteo y como una de las grandes faenas en la historia de la Plaza México.
El rejoneador Diego Ventura, más osado que acarruselado, a su segundo, Fina estampa de Garfias, que siempre embistió y humilló al templado galope de la maravillosa cuadra, logró dejarle el rejón de muerte en lo alto y llevarse dos orejas.