uando parecía inminente la dimisión del presidente de Egipto, Hosni Mubarak –así lo habían prefigurado funcionarios del Partido Nacional Democrático y del Ejército de ese país, pero también la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos–, éste se aferró al poder, con un discurso arrogante (la afirmación no me iré, seré enterrado aquí
), cínico (la promesa de castigar a los responsables de la violencia
) e incluso con invocaciones nacionalistas (rechazó ser sujeto de la presión extranjera
), del todo inverosímiles a juzgar por la trayectoria entreguista de su gobierno.
La noticia es desoladora para el abanico de intereses políticos y sociales involucrados en las revueltas que iniciaron el pasado 25 de enero. Lo es, ciertamente, para los centenares de miles de egipcios que se han manifestado durante las pasadas tres semanas en las calles y plazas de ese país, en demanda de la renuncia de Mubarak –y que ayer pasaron de la esperanza a la frustración y de la frustración a la ira–; lo es para los organismos internacionales y los amplios sectores de la opinión pública internacional que se han pronunciado por la democratización de ese país, pero también lo es para los integrantes de los grupos políticos egipcios y los gobiernos extranjeros que han respaldado –velada o abiertamente– al actual régimen, con miras a salvaguardar intereses propios y a mantener una precaria estabilidad en el país y en la región. Si hasta ayer las manifestaciones desarrolladas en El Cairo y otras ciudades habían sido predominantemente pacíficas, ahora, con la respuesta del gobernante, se amplía la posibilidad de que la revuelta se radicalice, de que se configuren escenarios de violencia y de mayor derramamiento de sangre, así como que ello conduzca al reforzamiento de posiciones como la que representan los movimientos islámicos egipcios –hasta ahora un apéndice más de las movilizaciones–, y a un recrudecimiento de los enconos y resentimientos hacia Washington, Bruselas y Tel Aviv.
Así pues, la arrogancia, la cerrazón y el cinismo exhibidos ayer por Mubarak han puesto en evidencia, una vez más, la improcedencia e inmoralidad del jaloneo geopolítico que, en semanas recientes, han practicado las potencias occidentales e Israel, su aliado en la región.
Por lo que hace a las perspectivas de una transición democrática efectiva, pacífica y ordenada en esa nación, si éstas resultaban inciertas con la decisión de colocar al vicepresidente Omar Suleiman en el centro de las negociaciones con la oposición, con el anuncio de la continuidad de Mubarak se vuelven poco menos que imposibles: porque el autócrata carece de todo margen de maniobra moral y político para conducir a su país a un escenario que él mismo le ha negado durante 30 años, y porque cualquier gobierno electo bajo este régimen quedaría desacreditado de antemano ante los ojos de la población.
La convicción de las masas egipcias y sus deseos de forzar la salida del actual régimen parecen haber llegado, por la torpeza y arrogancia del gobierno de El Cairo, por el gatopardismo que representa Suleiman –a quien el propio Mubarak transfirió ayer poderes
, sin especificar cuáles– y por la decepción y frustración originada a raíz de la doble moral de Occidente, a un punto de no retorno.
En la hora presente, la única forma de conjurar el crecimiento del conflicto en explosividad y encono, es la atención –por parte de los intereses políticos nacionales y extranjeros que han decidido prolongar la agonía del actual régimen– de la demanda que día con día repiten los cientos de miles de manifestantes concentrados en la plaza Tahrir: ¡que se vaya Mubarak!