Reunión del supremo consejo militar a la cual no es invitado el aún gobernante
Vine a darle mi bendición a la revolución y decirle a Mubarak que se vaya, se lee en el letrero de un menor en la plaza TahrirFoto Ap
Viernes 11 de febrero de 2011, p. 34
El Cairo, 10 de febrero. Para horror de los egipcios y del mundo, el presidente Hosni Mubarak –demacrado y al parecer desorientado– se presentó en la televisión estatal este jueves para rechazar todas las demandas de sus opositores y anunciar que se mantendrá en el poder por lo menos otros cinco meses. El ejército egipcio, que ya había emprendido un virtual golpe de Estado, quedó pasmado ante el discurso del presidente, que había sido anunciado por amigos y enemigos como un mensaje de despedida tras 30 años de dictadura. Las multitudes en la plaza Tahrir por poco se volvieron locas de ira y resentimiento.
Mubarak trató –increíblemente– de aplacar a su enardecido pueblo con una promesa de investigar los asesinatos de opositores perpetrados durante lo que llamó sucesos infortunados y trágicos
, en apariencia sin advertir la furia de las masas contra su dictadura de tres décadas de corrupción, brutalidad y represión. En un principio había aparecido dispuesto a darse por vencido, enfrentado por fin a la furia de millones de egipcios y al poder de la historia, aislado de sus ministros como un bacilo y sólo autorizado a regañadientes por su propio ejército para decir adiós al pueblo que lo detesta.
Sin embargo, ya desde que comenzó el que se suponía que iba a ser su discurso final, el anciano dejó clara su intención de aferrarse al poder. Hacia el final, el ministro de información del presidente insistió en que no se iría. Hubo quienes hasta el último momento temieron que la partida del dictador fuera cosmética, pese a que su presidencia se había evaporado en vista de la decisión del ejército de tomar el poder horas antes.
Tal vez la historia decida más adelante que la falta de fe del ejército en Mubarak selló el final de su presidencia después de tres décadas de tiranía, torturas de la policía secreta y corrupción gubernamental. Enfrentado a las manifestaciones de este jueves en las calles de Egipto, mayores que nunca, ni el ejército haría podido garantizar la seguridad de la nación. Sin embargo, para los opositores a Mubarak éste no será un día de regocijo y victoria, sino de un potencial baño de sangre.
Pero ¿fue una victoria de Mubarak o un golpe militar? ¿Podrá Egipto ser libre alguna vez? Que los generales insistieran en la partida del presidente fue algo tan dramático como peligroso. ¿Son ellos ahora, como un verdadero Estado dentro de otro Estado, los auténticos guardianes de la nación y defensores del pueblo, o continuarán apoyando a un hombre a quien debe considerarse cercano a la locura? Las cadenas que sujetan a los militares a la corrupción de Mubarak son reales. ¿Van a optar por la democracia, o a cimentar un nuevo régimen del tirano?
Millones en la plaza Tahrir expresaron a gritos su indignación e incredulidad ante las palabras de Mubarak. Desde luego, los millones de valerosos egipcios que combatieron al aparato de seguridad del Estado debieron ser los vencedores. Pero, como los sucesos de la tarde del jueves demostraron con claridad, ganaron los altos mandos del ejército, los que disfrutan el lujo de las concesiones para cadenas hoteleras, centros comerciales, bancos y bienes raíces de ese mismo régimen corrupto que permitió sobrevivir al presidente. En una ominosa reunión del supremo consejo de las fuerzas armadas egipcias, el ministro de Defensa, Mohamed Tantawi –uno de los amigos más cercanos de Mubarak–, accedió a satisfacer las demandas de los millones de activistas por la democracia sin decir si el gobierno sería disuelto. Ni siquiera a Mubarak, en su calidad de comandante supremo del ejército, se le permitió asistir.
Sin embargo, ésta es una épica de Medio Oriente, uno de esos momentos de creciente intensidad en los que los árabes –olvidados, castigados, infantilizados, reprimidos, a menudo golpeados, torturados demasiadas veces, en ocasiones ahorcados– lucharán por dar un empujón a la gran rueda de la historia y se sacudirán la carga de los hombros. Pero la noche de este jueves la dictadura aún siguió ganando. Perdió la democracia. Todo el día, el poder del pueblo había crecido conforme se derrumbaba el prestigio del presidente y de su hueco partido. Las multitudes en la plaza Tahrir comenzaron a extenderse por todo el centro de El Cairo, incluso hasta detrás de las rejas de acero de la Asamblea del Pueblo, instalando sus tiendas de campaña frente al seudo griego edificio parlamentario en demanda de elecciones nuevas e imparciales.
El Parlamento, símbolo de la falsa democracia
El plan era entrar en el Parlamento mismo para adueñarse del símbolo de la falsa democracia
de Mubarak. Las acaloradas discusiones entre la jerarquía del ejército –y en apariencia entre el videpresidente Omar Suleiman y el propio Mubarak– continuaban en tanto las huelgas y paros industriales se propagaban por el país. Mucho más de siete millones de manifestantes se calculaban este jueves en las calles de Egipto: la mayor demostración política en la historia moderna del país, más grande aún que los seis millones que acudieron al funeral de Gamal Abdul Nasser, el primer dictador egipcio, cuyo mandato continuó con la vana y al cabo fatal presidencia de Anwar Sadat y las tres décadas muertas de Mubarak.
Quedó poco tiempo en la noche para que los millones congregados en la plaza Tahrir entendieran las complejidades legales del discurso de Mubarak. Se mostró condescendiente, autocomplaciente e inmensamente peligroso. La constitución egipcia postula que el poder presidencial debe transferirse al presidente del Parlamento, un descolorido amigote de Mubarak llamado Fatih Srour, y que las elecciones –imparciales, si cabe imaginar– deben realizarse en el curso de 60 días. Pero muchos creen que Suleiman podría optar por gobernar con base en una nueva ley de emergencia y luego sacar a Mubarak del poder, apostando a un calendario para una nueva elección fraudulenta y otra terrible época dictatorial.
La verdad, sin embargo, es que los millones de egipcios que han intentado destronar a su gran dictador miran su Constitución –así como su sistema judicial y todo el edificio de instituciones gubernamentales– con el mismo desprecio que muestran hacia Mubarak. Quieren una nueva constitución, nuevas leyes que limiten las facultades y los periodos presidenciales, nuevas y prontas elecciones que reflejen la voluntad del pueblo
más que la del presidente o del presidente de transición, o de generales y brigadieres y de los esbirros de la policía de seguridad del Estado.
La noche del jueves, un oficial militar que vigilaba a las decenas de miles que festejaban en El Cairo arrojó su rifle y se unió a la celebración, nuevo signo de la creciente simpatía del soldado ordinario egipcio hacia los manifestantes democráticos. Hemos atestiguado muchos sentimientos similares en el ejército en las dos semanas pasadas. Pero el momento crítico llegó la noche del 30 de enero, cuando, ahora está claro, Mubarak ordenó al tercer ejército que aplastara a los manifestantes de la plaza Tahrir con sus tanques, luego de hacer volar bombarderos F-16 sobre ellos.
Se pudo observar a muchos comandantes de tanques quitarse los audífonos –a través de los cuales recibieron las órdenes fatales– y tomar sus celulares. Ahora trasciende que llamaban a sus propios familiares en el ejército para pedir consejo. Padres que habían pasado su vida sirviendo al instituto armado dijeron a sus hijos que desobedecieran, que jamás debían matar a su propia gente.
Así, cuando el general Hassan al-Rawani dijo a las multitudes la noche del jueves que todo lo que desean se realizará, todas sus demandas se satisfarán
, la gente contestó con coros de Ejército y pueblo están juntos, ejército y pueblo están unidos. Ejército y pueblo son como los dedos de una misma mano
.
Por la noche se anunció también que la Corte había advertido a tres ministros –hasta ahora no identificados, pero uno de ellos casi de seguro el ministro del Interior– que no salgan del país.
Pero ni el ejército ni el vicepresidente Suleiman podrán enfrentarse a las manifestaciones mucho más numerosas que se preparan para este viernes, hecho que fue notificado al anciano Mubarak por el propio Tantawi, de pie junto a Suleiman. Tamtawi y otro general –se cree que fue el comandante de la zona militar de El Cairo– llamaron a Washington, según un alto funcionario egipcio, para comunicar las novedades a Robert Gates en el Pentágono. Debió de haber sido un momento tranquilizador. Durante días, la Casa Blanca había observado sombríamente las manifestaciones de masas en El Cairo, con miedo de verlas convertirse en un mítico monstruo islámico, temiendo que Mubarak se fuera, pero más que se quedara.
Los sucesos de las 12 horas pasadas no han sido una victoria para Occidente. Los gobernantes estadunidenses y europeos que festejaron el derrumbe de las dictaduras comunistas han contemplado los extraordinarios y esperanzadores acontecimiento en El Cairo –triunfo de la moralidad sobre la corrupción y la crueldad– con el mismo entusiasmo con que muchos dictadores de Europa oriental vieron caer las naciones del Pacto de Varsovia. Los llamados a la estabilidad y a la transición ordenada
del poder fueron en realidad llamados a que Mubarak permaneciera en el poder, como aún intenta hacerlo, en vez de un respaldo incondicional a las demandas del avasallador movimiento por la democracia que debió haberlo derrocado.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya