Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Minería y derechos indígenas
E

n México la minería es una industria floreciente. De acuerdo con las cifras del Banco de México, en sólo una década sus ingresos pasaron del quinto al tercer lugar como generadora de divisas, sólo superada por los ingresos petroleros y los de la industria automotriz. El auge de la minería se debe a muchos factores, entre ellos el aumento del precio de los metales, pero también la creciente importancia de otros metales en la industria de la tecnología y la carrera armamentista. Y eso apenas es el principio, pues de acuerdo con el presidente de la Cámara Minera de México, el 60 por ciento del territorio nacional permanece inexplorado, situación que es previsible cambie en los próximos años y por lo mismo aumenten sus ganancias.

Lo que ni el Banco de México ni los industriales mineros informan es que dicho crecimiento se ha fincado sobre la destrucción del medio ambiente y, sobre todo, pasando por encima de los derechos de los dueños de las tierras, los campesinos y los pueblos indígenas. Y cuando éstos se defienden, sobre sus vidas. El auge de la industria minera en México está manchada con la sangre de quienes deberían beneficiarse con esos minerales. Para que esto sea posible cuentan con un marco normativo ad hoc; instituciones públicas a su servicio y políticas que obedecen a sus intereses; todas adecuadas a los intereses del capital después de la reforma al artículo 27 constitucional y la firma del Tratado de Libre Comercio.

Un ejemplo de lo permisivo de la ley minera es que declara toda la actividad minera de utilidad pública, preferente a cualquier otro uso del terreno sobre el que se ubiquen los minerales, y excluida de todo impuesto estatal o municipal. Declarar que la minería es de utilidad pública implica que el Estado puede expropiar los terrenos donde se ubican los minerales para entregarlos a los concesionarios, lo cual puede suceder si éstos se niegan a facilitar sus tierras para esas actividades; que sea preferente conlleva el peligro de que pueblos que se asienten en esos terrenos, siembren en ellos o realicen otras actividades importantes para ellos deben abandonarlos. En otras palabras, el mineral es más valorado que la vida misma.

El problema se agrava más tratándose de pueblos indígenas por la relación espacial que éstos mantienen con la naturaleza, la cual resulta indispensable para su existencia y desarrollo. Si bien es cierto que las leyes aprobadas en nuestro país no reconocen explícitamente su derecho al territorio, sí lo hacen los documentos internacionales, que también tienen validez en el territorio mexicano. Atendiendo al contenido de estos, los pueblos tienen derecho a decidir sobre el uso, aprovechamiento y administración de los recursos naturales, incluida la minería. Pero a la hora de otorgar las concesiones a las empresas extranjeras el gobierno hace como si estos no existieran, lo que en sí mismo ya representa una violación a los derechos de los pueblos.

Ellos lo saben. Y no están dispuestos a que se les despoje de su patrimonio. Por eso cada día que pasa vemos más comunidades campesinas y pueblos indígenas oponiéndose a las actividades mineras en sus territorios, porque ello representa la destrucción de sus lugares sagrados, la contaminación de sus ríos, de donde toman agua para su subsistencia y la contaminación del medio ambiente en que viven. De esto no hablan las cifras del Banco de México ni la Cámara Minera de México. Pero hay que hablar, porque representan los costos sociales y ambientales que los que se benefician con la actividad minera no pagan y se trasladan a la sociedad en general. Si al hacer el balance de las divisas que la industria minera aporta se incluyen estos costos, otros serán los resultados.