n tanto que en la convulsionada Libia el régimen que encabeza Muammar Kadafi prosigue a sangre y fuego aplastando la revuelta iniciada hace unas semanas, la inestabilidad persiste en Bahrein, Marruecos y Yemen. En el segundo de esos países, gobernado por una tiranía monárquica corrupta y autoritaria, tuvo lugar una desbocada represión policial contra manifestantes, decenas de los cuales resultaron heridos. Otro tanto ocurrió en Manama, capital del sultanato de Bahrein, donde decenas de personas tuvieron que ser hospitalizadas luego que las fuerzas del orden rociaron con gases lacrimógenos la Plaza de la Perla, en la que se reunían opositores de la mayoría chiíta. Mientras en diversas ciudades de Yemen los excesos policiales se cobraron cinco vidas de manifestantes que exigían la salida del presidente Ali Abdalá Saleh, quien ha detentado el poder a lo largo de 32 años.
En la oleada de protestas que recorre el mundo árabe confluyen descontentos de origen y cauces muy diversos. Los movimientos sociales que derribaron a los gobiernos de Zine Abidine Ben Ali, en Túnez, y de Hosni Mubarak, en Egipto, reclamaban libertades políticas y democracia; la insurrección contra la familia Kadafi en Libia ha tenido como principal consigna el combate a las injusticias y la corrupción oficial; democracia y transparencia son las reivindicaciones principales de los inconformes en Marruecos, Yemen y Argelia, en tanto que en Bahrein los manifestantes confrontan el poder de una familia real sunita que gobierna a un país de mayoría chiíta.
Ciertamente, ninguna de las crisis políticas que afectan al mundo árabe ha ido tan lejos –por ahora– como la de Libia, que adquirió tintes y cauces de guerra civil. Pero esa diferencia no justifica la disparidad de las respuestas por parte de Estados Unidos y la Unión Europea: mientras que ante Libia Washington y la OTAN realizan preparativos para una intervención militar, en Marruecos y Bahrein, controlados por castas tradicionalmente supeditadas a Occidente, las reacciones han sido de franca obsecuencia hacia los gobernantes.
Por el contrario, en el sultanato del golfo Pérsico los inconformes han sido acusados de ser piezas al servicio de Irán, por el simple hecho de formar parte de la misma corriente islámica, tradicionalmente reprimida y oprimida, que protagonizó la revolución iraní. En cuanto a Marruecos, ha sido notorio el silencio de los gobiernos europeos y del estadunidense ante el carácter represivo, corrupto y expansionista de la dinastía alauita, actualmente encabezada por Mohamed VI, el cual, para satisfacción occidental, erigió una democracia de escenografía detrás de la cual persiste la violación sistemática de los derechos humanos. Otro tanto ocurre con Bahrein, proveedor de petróleo crudo de las economías occidentales y aliado estratégico de Washington en sus incursiones militares en Irak.
Pese a la disparidad de circunstancias, de protagonistas y de intensidad, hay un denominador común en las revueltas que han sacudido durante varios meses a distintos países del mundo árabe: la demanda de libertades, honestidad gubernamental y justicia. En tanto no se avance en ese sentido, las inconformidades seguirán siendo alimentadas por los propios regímenes a los que enfrentan.
El actual ciclo de movimientos populares podría ser una gran oportunidad para instaurar, en las naciones involucradas, gobiernos regidos por tales valores. El principal obstáculo para el desarrollo de los acontecimientos en tal dirección sigue siendo, sin embargo, el intervencionismo occidental, guiado por intereses pragmáticos de orden económico y estratégico tan evidentes como miopes: Estados Unidos y Europa siguen sin darse cuenta de que sus intereses en la región estarían, a la larga, mejor garantizados por regímenes políticos sólidos y democráticos que por cleptocracias, tiranías y monarquías vetustas y venales como las que aún predominan en el mundo árabe.