n la segunda jornada de su edición 2011, el fmx-Festival de México ofreció un sólido concierto de tango en el Auditorio Blas Galindo, a cargo de la ya madura y muy sólida sociedad que han formado el Cuarteto Latinoamericano y el bandoneonista César Olguín.
A partir de los inteligentes y pulcros arreglos de Olguín, el quinteto transitó por seis tangos del indispensable Ástor Piazzolla, para después desempolvar con conocimiento de causa a clásicos como Cobián, Troilo, Cadícamo, Discépolo, Le Pera y Gardel. La audición de estas dos caras del tango en las interpretaciones de cuerdas y fuelles tan expertos sirvió como confirmación de que, en contra de lo que dicen los tangueros de antes, Piazzolla es heredero directo y cabal de sus predecesores, con todo y la inescapable carga del sentimentalismo de arrabal.
Muy buen trabajo de conjunto, una amplia y variada amalgama tímbrica y un preciso balance instrumental fueron las características de este concierto tanguero que, con justicia plena, convocó a un público numeroso y entusiasta a la gradería del BlasGa.
Días después, en Bellas Artes, el fmx propuso el estreno en México de la ópera Rusalka, de Antonin Dvorák, a 110 años de su estreno absoluto. En el plano teatral, esta Rusalka estuvo caracterizada por desniveles y altibajos. En el entendido de que se trata de una ópera más de palabra que de acción, no es mucho lo que puede proponerse en el rubro de la dirección escénica (a cargo de Enrique Singer) y el trabajo actoral, por lo que la conducción de la ópera recayó desproporcionadamente en la parte musical. A destacar, como siempre, el imaginativo y visualmente logrado trabajo de escenografía e iluminación realizado por la siempre eficaz dupla de Jorge Ballina y Víctor Zapatero.
Asimismo, algunas presencias atractivas sustentadas en los diseños de vestuario de Eloise Kazan. Como ópera concebida bajo parámetros muy tradicionales, la Rusalka de Dvorák contiene una breve secuencia de ballet, totalmente prescindible no por lo que con ella hayan hecho los experimentados coreógrafos Laura Morelos y Carlos Carrillo, sino porque se trata de un baile superfluo y de relleno en el contexto narrativo de la obra. He aquí un arraigado vicio de la ópera convencional: tiene sentido, y mucho, que Salomé baile, como también lo tiene la danza de Elektra, pero casi todos los demás danzantes operísticos bien pudieran quedarse quietos.
La dirección musical, a cargo de Ivan Anguélov, correcta en su concepción y realización general, con el acierto particular de haber sabido modular los niveles dinámicos de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes para permitir a los cantantes trabajar con cierta comodidad. Por otra parte, fue posible percibir un hecho incontestable: a reserva de que es necesario visitar el Teatro de Bellas Artes en ocasiones sucesivas para constatarlo y precisarlo cabalmente, algo raro pasa, en efecto, con la acústica del recinto.
En cuanto al reparto vocal, habría que decir que el rol titular de Rusalka fue cantado por la soprano sueca Elisabet Strid con corrección y aplomo, aunque con un registro dramático un tanto estrecho, debido probablemente a las limitaciones impuestas por el trabajo escénico. Más potente y mejor caracterizado, además de muy bien cantado, el Vodník del bajo polaco Alexander Teliga, quien dio a su personaje una sólida presencia y proyección.
Por su parte, el tenor Ludovit Ludha interpretó el personaje del príncipe con una voz que por momentos se sintió un tanto estrecha y apretada, y ciertamente no estuvo a la altura de sus dos coprotagonistas principales. A su vez, la mezzosoprano mexicana Belem Rodríguez cosechó un merecido éxito por su sorprendente interpretación de la bruja Jezibaba.
Además de una buena presencia actoral, Rodríguez no sólo cantó bien su papel, sino que le dio una variada caracterización vocal sustentada sobre todo en una muy bien manejada paleta tímbrica.
Esta agradable y bien lograda primera puesta mexicana de Rusalka sirvió para confirmar que se trata de una ópera linda, pero no importante.