ienen razón el presidente Calderón y quienes decidieron acompañarlo en su propuesta de reforma política: el sistema que emergiera de los múltiples tránsitos de los lustros finales del siglo pasado no da para más, aunque sus beneficiarios se las arreglen para darle vida artificial por un buen rato.
Lo anterior no significa que su propuesta de reforma sea la adecuada, la que debe apoyarse para luego abrir paso a las reformas que tanto necesitamos
, como suena la cantinela convertida en una suerte de mantra por servidores de oficio de las cúpulas empresariales y súbitos conversos al credo liberista, como lo llamara Norberto Bobbio, para diferenciarlo del liberalismo político al que todos nos debemos. En realidad, habría más bien que decir que las reformas que Calderón busca no servirán a ningún propósito genuino de mejoramiento del quehacer político, ni le darán al sistema heredado de la transición oxígeno alguno para irla pasando, mientras estalla el volcán. Más bien, habría que decir que en algunos de sus capítulos la reforma presidencial es portadora de panoramas ominosos, de divorcio total del sistema político de los ciudadanos, y de confusión todavía mayor y más grave que el actual sobre el papel que el Estado y sus servidores debe jugar en la actual y difícil etapa de la evolución del pueblo mexicano, como diría don Justo Sierra.
Para quien lo dudara, los famosos poderes fácticos
no sólo existen sino que se han apoderado de vastos espacios de la gestión publica, estatal, de la vida económica y social. Para muestra un botón: el jueves pasado, Reforma, en su sección de negocios, consigna: Anticipa Cofetel cuatro años sin certidumbre tarifaria
. “El presidente de la… Cofetel, Mony de Swaan, anticipó incertidumbre sobre las tarifas de interconexión para los próximos cuatro años, al prever que Telcel se amparará contra sus resoluciones”. Sin explayarse, el presidente De Swaan se integra a la falange liberadora que otrora encabezara el vicepresidente Gil Díaz y sus cortes y cohortes, que vaya que tiene, y que ahora conducen las grandes firmas de la televisión y la radio, no para abrir el campo de la competencia salvadora sino un espacio a Telefónica española y desde luego al gran consorcio de la comunicación privada mexicana. El Estado, que el gobierno de Calderón preside y cuya reforma debía reforzar, bien, muy bien, gracias.
Mientras no se admita que el punto de partida es en efecto el voto, y se asuma que en consecuencia las condiciones sociales y culturales en que dicho voto se emite son cruciales para lo que viene después y que tiene que ver con la conformación y el ejercicio del gobierno, toda reforma será fútil, cuando no cómplice de una forma de gobierno engañosa, disfrazada de democrática pero en realidad dominada más o menos abiertamente por esos u otros poderes fácticos
.
El litigio en torno al tiempo destinado a la propaganda electoral debe inscribirse en esta perspectiva: si aceptamos que nuestra ciudadanía se informa y forma su opinión en los medios de información masiva, que son electrónicos, entonces la información política necesaria para votar civilizadamente o apenas sensatamente, es y debe ser de interés público y ser administrada por el poder público, llámese IFE, RTC y hasta Cofetel, una vez que sus dignatarios puedan declinar el verbo Estado. No hay de otra y la ilusión de que la competencia
entre cadenas informativas mediante el dinero público, llamado prerrogativas, nos hará un buen servicio es eso y nada más: una ilusión.
Una reforma política que, so pretexto de la libertad de expresión, deja el dinero público al amparo del negocio privado, desde luego muy y orgullosamente concentrado, no es reforma de la política para avanzar sino para edulcorar una regresión que ni los priistas más enjundiosos han soñado. Y lo mismo podría decirse de la, de nuevo, tan traída y llevada reforma fiscal: lo que está en cuestión no es la magia aritmética del secretario de Hacienda, que no pasa de un juego de abalorios más. Lo que está por verse es si los senadores priístas y luego los perredistas, y hasta los panistas que ahora coquetean de nuevo con la democracia cristiana internacional, se atreven a plantear con claridad y sin ambages el tema de la progresividad en el impuesto a la renta de las personas físicas y, junto con esto, la urgencia de aumentar los ingresos públicos para ofrecer a la ciudadanía desbalagada y desprotegida, que forma la inmensa mayoría nacional, un refugio que pueda volverse escenario para un México habitable.
Lo que el país necesita y con urgencia es una reforma intelectual y moral que obligue a sus servidores públicos a dejar de presumir que forman una clase y le ofrezca a la sociedad toda un faro de cooperación que lo ilumine. Este faro no puede ser otro que un Estado de bienestar propiamente dicho, aunque se tenga que empezar con lo poco que nos ha dejado tanto descuido y mayor saqueo. Reformas sí, que vengan, pero despojadas de tanto oropel y vacuidad como las que acompañaron al pensamiento único, a la democracia sin adjetivos y al enriquecimiento sin más atributos que su mal gusto y peor sensibilidad.