yer, al cumplirse 11 días de bombardeos aliados sobre la convulsionada Libia, los líderes de la coalición internacional –encabezada por Washington y Bruselas– acordaron en Londres continuar sus acciones militares hasta que Muamar Kadafi abandone el poder; señalaron que el régimen de Trípoli ha perdido totalmente su legitimidad y deberá rendir cuentas por sus acciones
, y acordaron crear un grupo de contacto
encargado de coordinar la transición política en ese país. La secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, fue más lejos que sus homólogos de las naciones aliadas y dejó abierta la posibilidad de suministrar armas y explosivos a los rebeldes libios, lo que, de concretarse, implicaría un incumplimiento del veto contemplado en las resoluciones 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, como advirtió la ministra española de Exteriores, Trinidad Jiménez.
Ahora que las potencias occidentales se horrorizan en público por la barbarie con que Kadafi ha respondido a la rebelión en su contra –ayer mismo el primer ministro inglés, David Cameron, deploró los ataques asesinos
del dirigente libio contra su población–, y que el objetivo de las acciones aéreas sobre la nación norafricana ha pasado deproteger a la población
agredida por las tropas oficialistas al derrocamiento del gobierno de Trípoli –algo que, por cierto, no está previsto en las resoluciones referidas–, es oportuno recordar que la capacidad de fuego y de resistencia de régimen de Kadafi se explica, en buena medida, como consecuencia de la complicidad y de la ayuda directa de Estados Unidos y de Europa occidental. En los años pasados, y al margen de divergencias ideológicas y políticas, esas potencias suscribieron una alianza tácita con el líder de la revolución libia a fin de de asegurar sus intereses geopolíticos en la región y su abasto de petróleo. En esa lógica, toleraron a Kadafi y a sus familiares como inversionistas prominentes en las economías occidentales; ayudaron con ello a consolidar la fortuna personal del líder libio, y lo proveyeron, para colmo, de buena parte del armamento que hoy emplea contra su población, a efecto de procurar oportunidades de negocio para la industria armamentista estadunidense y europea.
Ahora, agotado el capital político del gobernante libio ante las potencias occidentales, éstas han decidido intervenir de manera tardía e improcedente en la nación magrebí y repiten con ello un patrón harto conocido: se presentó en Panamá en 1989, con la invasión de tropas estadunidenses para derrocar al ex dictador Manuel Antonio Noriega –quien se había desempeñado como estrecho colaborador de la CIA en Centroamérica–, y se ha reproducido durante las posteriores invasiones a Afganistán e Irak, en las que la Casa Blanca y el Pentágono han enfrentado, respectivamente, a las milicias talibanas armadas por ellos mismos durante la invasión soviética a la nación centroasiática y al régimen de Saddam Hussein, apoyado por el gobierno de Ronald Reagan en sus afanes bélicos contra Irán a principios de los años 80 del siglo pasado.
De tal forma, al carácter intrínsecamente injustificable y bárbaro de la actual intervención occidental en Libia –que hasta ahora ha cobrado decenas de vida de civiles inocentes y ha multiplicado el sufrimiento humano y la destrucción material de ese país– se suman dos agravantes: la tolerancia y el respaldo que Washington y sus aliados mantienen en la hora presente a regímenes del mundo árabe tan corruptos y antidemocráticos como el de Libia, y la ayuda política, económica y militar que esos mismos gobiernos dieron en su momento al propio Kadafi. Se evidencia así, una vez más, la hipocresía de los gobiernos de Occidente.