En Topilejo una joven suplicó a Sicilia no silenciar su poesía
Sábado 7 de mayo de 2011, p. 3
Coajomulco, Mor., 6 de mayo. El sonido ritual del caracol anuncia la reanudación de la marcha, desde esta comunidad nahua donde los manifestantes pernoctaron. A la vanguardia se colocan en el estricto orden que se instruyó desde el micrófono: “Compañeros: al frente va a ir sólo la bandera y justo atrás, sin nadie en medio, por favor, la manta de que ‘¡Estamos hasta la madre!’”
Hay la certeza colectiva de que el país no aguanta más muertes so pena de que –diría el poeta convocante como vaticinio apocalíptico–, en serio, se lo cargue la chingada. Lentamente se reúne la gente para remprender el trayecto hacia la capital del país. Acomodan sus mantas para que se muestren los rostros de sus parientes fallecidos que ya no verán el desenlace de tanta barbarie desatada en el sexenio, so pretexto de acabar con los criminales.
Quienes hoy marchan no quieren saber de estrategias militarizadas, de desarticulaciones de células de cárteles, de cálculos policiacos sobre las tendencias de la violencia. Sólo saben que la vida ya no es igual desde que ejecutaron al hermano, asesinaron a la esposa, secuestraron a la hija, desaparecieron al amigo.
Esas tragedias personales se han acumulado hasta alcanzar una cifra inimaginable en el amanecer del sexenio: 40 mil muertos. A saber cuántos criminales y cuántos inocentes, en la lógica presidencial tan maniquea de los buenos y los malos.
Entre la marcha se aprecia el rostro de Bety Cariño, con una sonrisa que denota calma, parece observar complacida a quienes protestan en silencio contra tanta violencia. Si viviera, quizá estaría en la marcha, pero no, sólo es su imagen colocada en una manta, pues fue ejecutada por paramilitares hace un año durante la caravana a San Juan Copala, Oaxaca en apoyo a una comunidad triqui, junto con Jyri Jaakkola, observador finlandés de derechos humanos.
Apenas la noche del jueves en el centro de Coajomulco, entre cantos de bienvenida como celebración de que, al fin, la sociedad se moviliza entre la barbarie, se recordó a dos luchadores indígenas recientemente asesinados: Rubén Flores, ejecutado por defender la comunidad del embate de los talamontes, y Miguel Ángel Pérez, quien en Tejalpa, Morelos, quien intentó defender los mantos freáticos del pueblo.
Verónica Galicia, del Movimiento Humanista de México plantea: “Con tanta violencia, ahora los crímenes políticos los disfrazan de ejecuciones del narco”.
Y si entre los numerosos rostros con nombre y apellido que hay en las mantas muchos son de luchadores sociales, otros, que se convirtieron a la causa en busca de justicia por algún familiar ejecutado, encontraron la muerte en ese afán.
En grandes tramos del recorrido a San Miguel Topilejo, desde Coajomulco, la marcha va en completo silencio, como pidió Javier Sicilia, para escuchar el dolor silente.
Entre los más callados va Alberto Pérez Avilés, tzotzil de la comunidad chiapaneca de Los Chorros. No ha alcanzado la mayoría de edad, pero la vida o más bien la muerte, muy pronto lo llevó a estas causas: su madre fue de las masacradas en aquel aciago diciembre de 1997, en Acteal.
La espera casi perpetua de justicia es común en quienes caminan a la ciudad de México para hacer visibles sus muertos, desde los remotos lugares de donde han llegado. No hay quien no haya sentido en carne propia el perverso transcurrir de los tiempos de la justicia mexicana
, o haya recorrido el interminable laberinto de la legalidad para terminar siempre en la puerta de la impunidad.
Pasando Tres Marías, cuando la fatiga se ha acumulado, la caravana padece la empinada subida hacia la entrada de la capital. Sicilia resopla mientras, incansable en el discurso, insiste en el horror de país que los políticos están heredando y en su voz, las palabras de horror, terror, distan de ser alarmistas, para convertirse en una infortunada descripción del sexenio calderonista.
–¿Vas bien? ¿No se ofrece nada? –le pregunta una mujer.
–Voy bien. Cualquier cosa al rato te la pido, tampoco se trata de que llegue al Zócalo hecho una mierda, sin poder dar el discurso. Me va a pasar lo de Juan Escutia con la bandera –responde, al hacer un espacio para el humor.
Sicilia tiene dos obsesiones para el orden de la marcha: la bandera por delante y el silencio, como la más elocuente forma de denunciar el dolor. Es indudable su liderazgo. La gente se le acerca, se diría que hasta con veneración. Lo cobijan, lo aconsejan, lo escuchan por la forma en que ha procesado la muerte de su hijo.
La marcha ingresó en el Distrito Federal cerca de las 14 horas y se enfiló a San Miguel Topilejo, poblado en las orillas de la delegación Tlalpan que reconoce a Sicilia su lucha y le confiere un bastón de mando, apenas llegando. Un pueblo activo, a juzgar por las numerosas pancartas que reciben a la manifestación con leyendas diversas, algunas de corte panfletario, otras de aspiraciones poéticas con el mismo mensaje: ¡Estamos hasta la madre de la violencia!
Frente a la parroquia del poblado, repleta de manifestantes llegados de Cuernavaca y de numerosos residentes de San Miguel Topilejo, se venera a los muertos que cada quien trae en mente, por los cuales se ofrece un minuto de profundo silencio, contrastante con la algarabía de la llegada del poeta y su marcha.
No hay muchos discursos en el mitin de llegada. Evocaciones a la tragedia nacional en que se ha convertido la guerra presidencial contra el narcotráfico, condenas al sangriento saldo de los empeños militaristas de Felipe Calderón para acabar con el crimen organizado.
Entre los pocos oradores, una adolescente habla de la solidaridad, de la lucha social y del reconocimiento a Sicilia por su iniciativa, sólo para rubricar con algo que parece súplica: que el poeta no silencie su poesía.