yer hace 40 años, un movimiento estudiantil que demandaba al gobierno apertura, respeto a la autonomía universitaria y libertad a los presos políticos fue ahogado por una cruenta represión, en la que el régimen lanzó a un grupo paramilitar a matar y perseguir a jóvenes y adultos que se manifestaban en forma pacífica. El régimen político mexicano recurría, una vez más –ya lo había hecho el 2 de octubre de 1968–, a la masacre para salvaguardar su cerrazón, autoritarismo y espíritu antidemocrático.
La matanza ocurrida en ese jueves de Corpus de 1971 marcó la continuidad de un ejercicio pervertido del poder público que se inició con la represión de movimientos estudiantiles; continuó con la creación de grupos paramilitares como el que entró en acción en esa misma fecha y desembocó en la organización de aparatos represivos que pusieron en práctica, en territorio nacional, métodos similares a los de las dictaduras militares de Centro y Sudamérica: la desaparición forzosa, la cárcel clandestina, la tortura y el asesinato de los implicados en los grupos guerrilleros, de sus familiares e incluso de ciudadanos ajenos a la lucha armada.
La persistente impunidad ante los crímenes cometidos desde el poder contra aquellos movimientos estudiantiles, y en el contexto de la posterior guerra sucia desatada por los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo, es indicativa de que, más allá de las enormes transformaciones políticas, económicas y sociales experimentadas por México en las cuatro décadas transcurridas desde la masacre de San Cosme, se ha mantenido vigente un pacto de encubrimiento y de complicidad con los represores de los años 60 y 70 del siglo pasado.
Pero las razones que dan actualidad a la conmemoración del 10 de junio no se agotan, por desgracia, en un homenaje a las víctimas de aquella fecha y los años siguientes, ni en la expresión de un reclamo de justicia que no ha sido satisfecho: a ello debe sumarse la persistencia exasperante de excesos represivos y de violaciones a los derechos humanos por las instancias gubernamentales, así como la incrustación de éstos en el contexto de violencia generalizada que recorre el país como consecuencia de las acciones de los grupos delictivos y de la estrategia gubernamental –fallida y contraproducente– para combatirlos. Como se señaló ayer en diversos actos conmemorativos, la población sigue siendo víctima de condiciones inaceptables de violencia, inseguridad e injusticia, y los rasgos y prácticas autoritarios de los gobiernos siguen siendo una amenaza para la ciudadanía. El Estado, por su parte, a contrapelo de su obligación fundamental de preservar la vida de las personas con independencia de su situación jurídica, ha optado por sacrificar a la población con el supuesto propósito –cada vez más incierto– de combatir al narcotráfico y al crimen organizado.
Adicionalmente, día con día se multiplican los indicios de que la militarización que la vida pública ha padecido en los cuatro años recientes ha abierto un margen para el desarrollo de viejas prácticas de la guerra sucia, como las desapariciones forzadas, y para el accionar de grupos armados que actúan, según se dice, bajo las órdenes de los cárteles y cuyas prácticas remiten a las de organizaciones paramilitares centro y sudamericanas. La conjunción de estos factores, el baño de sangre cotidiano y el hartazgo de una ciudadanía que ha enterrado, a estas alturas, a muchas víctimas inocentes, han dado pie a expresiones como la Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad, que ayer mismo, en coincidencia intencional con la conmemoración del halconazo, arribó a la martirizada Ciudad Juárez, con la consigna de suscribir un pacto ciudadano en el que se integra, como demanda central, la desmilitarización inmediata del territorio.
En suma, a la luz de las impunidades persistentes, de la circunstancia de violencia que se ceba sobre la población y de la incapacidad del Estado para contenerla, y del resurgimiento cíclico de procesos y prácticas de un pasado oscuro que se creía superado, la conmemoración del 10 de junio reviste –en el terreno de lo simbólico pero también en el de la praxis ciudadana– una vigencia inegable.