n el contexto de su comparecencia ante la Comisión de Cultura del Parlamento británico por el caso de las escuchas telefónicas ilegales llevadas a cabo por el diario sensacionalista News of the World, el magnate de origen australiano Rupert Murdoch –propietario de la trasnacional de medios News Corp, de la que forma parte el citado tabloide– rechazó ser el único responsable
del escándalo que ha sacudido a su imperio mediático. El también propietario de medios estadunidenses como The Wall Street Journal y la cadena Fox dedicó su intervención a repartir culpas entre la gente a la que confié dirigir y quizá la gente en la que ellos confiaron
y, en lo que pareció un intento por minimizar el escándalo, señaló que News of the World representa menos del uno por ciento del grupo
empresarial que encabeza.
Es importante recordar que el caso de las escuchas ilegales ha puesto al descubierto –además de prácticas despreciables en el ejercicio periodístico, como el espionaje de conversaciones privadas con fines amarillistas– una cadena de complicidades políticas y policiacas que ha ocasionado ya la renuncia de altos mandos de Scotland Yard y de la Policía Metropolitana de Londres, y se ha convertido en factor de desestabilización para el gobierno que encabeza el conservador David Cameron.
En una primera impresión, resulta significativo y alentador que el dueño de un consorcio mediático tan poderoso haya sido sentado en el banquillo de los acusados para rendir explicaciones por una práctica palmariamente delictiva, como la comentada, no obstante las medidas de control de daños puestas en marcha en días y semanas previas. Sin embargo, si se toma en cuenta el historial de escándalos en los que el consorcio de Murdoch se ha visto involucrado por escuchas telefónicas ilegales –las primeras evidencias datan de 2006–, el hecho de que el empresario australiano haya sido llamado a comparecer apenas ahora es aleccionador del margen de impunidad de que gozan los poderes fácticos; de su capacidad de tender ramificaciones en las esferas gubernamentales y de generar, en provecho propio, distorsiones mayúsculas en la vida política.
El correlato ineludible de este poder vasto e indebido es, por un lado, el proceso de concentración de la industria mediática mundial en unos cuantos grupos empresariales –los cuales dictan hoy por hoy la agenda informativa y los contenidos del entretenimiento a escala mundial–, y por el otro, el abandono, por parte esos conglomerados, de los principios fundamentales de la ética periodística, sobre todo cuando ésta entra en conflicto con el interés económico. La configuración actual de un poder mediático oligárquico y volcado a la defensa de los intereses corporativos explica tanto la puesta en marcha de prácticas periodísticas sin escrúpulos –las cuales suelen derivar de la imposición a los informadores de consideraciones comerciales orientadas a incrementar audiencias y electorados–, como la red de complicidades políticas como las que las empresas de Murdoch han formado en distintos momentos con el laborista Tony Blair y con el conservador David Cameron; con el republicano George W. Bush y con la demócrata Hillary Clinton y, más recientemente, con grupos ultraconservadores estadunidenses, como el Tea Party.
Tales rasgos, en conjunto, representan un desvío de la labor de informativa que en nada contribuye al desarrollo democrático de las sociedades –todo lo contrario–, y que constituye uno de los principales lastres al derecho a la información.
Los estrechos vínculos puestos en evidencia por este episodio entre el poder empresarial de Rupert Murdoch y el actual gobierno británico plantean una perspectiva desoladora: si gobiernos como el que preside Cameron no pueden actuar con independencia y autonomía de tales intereses corporativos, menos aún pueden hacerlo las autoridades de los países pobres y dependientes como el nuestro, cuyas instituciones poseen mucho menor capacidad para salvaguardar el derecho de las personas a la información y a la privacidad. En suma, además de resultar emblemático del vasto poderío económico y político de poderes fácticos y de la presumible claudicación del gobierno británico ante esos intereses, el episodio comentado debiera sentar un precedente para que las poblaciones de naciones en desarrollo demanden extremada cautela y transparencia en los tratos y relaciones de sus autoridades con las grandes corporaciones mediáticas.