Un Distrito Federal moscovita
s poco probable que dentro de unos años, los habitantes de Moscú sean llamados chilangos, pero bien podrían ser identificados como defeños porque el Kremlin dio luz verde para expandir el perímetro urbano y constituir un Distrito Federal en toda la regla.
La capital de Rusia –en términos de superficie legalmente documentada– hace tiempo que se quedó chica.
Moscú, lo acaba de reconocer el alcalde, Serguei Sobianin, es una de las ciudades con mayor densidad de población del mundo, al grado que ya se dificulta hasta enterrar a los fallecidos.
Como intento de solución, las autoridades acordaron formalizar la anexión de 144 mil hectáreas en dirección sudoccidental, con la idea de sacar del centro de Moscú, primero, las sedes de la Presidencia y del Gobierno, y luego, todos los ministerios y dependencias gubernamentales secundarias.
Su concentración en la parte más céntrica y bonita de Moscú –y la extendida práctica de la policía de detener el tráfico para que los funcionarios importantes
no lleguen tarde a sus citas agendadas– son los causantes del cotidiano caos vehicular que asfixia esta ciudad con kilométricos de embotellamientos.
La alcaldía de Moscú asegura que la plena asimilación del nuevo territorio –lo que presupone construir las sedes de los ministerios y, a la vez, vender sus actuales edificios (algunos podrían ser remodelados como hoteles), así como abrir calles, avenidas y otro tipo de infraestructura indispensable– se llevará un máximo de veinte años.
Además, habrá que resolver el problema de las dachas, o casas de campo, que se encuentran en la zona absorbida por Moscú y encontrar dinero para satisfacer las necesidades sociales de 250 mil neomoscovitas, dejando fuera de los beneficios a cerca de medio millón de personas de las regiones colindantes.
Moscú, como capital y escaparate de Rusia, tiene –por poner un ejemplo– unas condiciones de privilegio (relativo, comparando con el resto de Europa) en el rubro de las pensiones (significativo, comparando con el resto del país).
Sea como fuere, guste o no a los rusos, la decisión está tomada: Moscú se expande.
Juan Pablo Duch, corresponsal