e acuerdo con datos dados a conocer el viernes pasado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), la pobreza patrimonial en el país ha crecido en forma sostenida en lo que va de la presente administración: de 44.7 millones de mexicanos en esa condición en 2006, la cifra pasó a 50.6 millones en 2008, y a 57.7 millones en 2010, lo que arroja un deslizamiento hacia la pobreza de 8.7 por ciento de la población, es decir, 13 millones. Si a principios del gobieno calderonista 42.6 por ciento de la población se encontraba en situación de pobreza patrimonial, esa proporción creció hasta 51.3 por ciento en 2010.
Diversos investigadores y académicos han cuestionado los criterios y los sistemas de medición empleados por la dependencia referida y han realizado cálculos divergentes –y mucho más alarmantes– que sitúan la proporción de mexicanos pobres en 77 por ciento (más de 80 millones), si se considera en la cuenta a las personas que sufren al menos una carencia social que les impide tener una vida plena con respecto a sus derechos sociales.
Pero incluso si se dan por buenos los números del Coneval, esa mayoría absoluta de pobres en el país es referente inequívoco de un fracaso de grandes proporciones del quehacer nacional: una nueva década perdida para el desarrollo social y el bienestar, un estancamiento que equivale a retroceso y una defraudación masiva de esperanzas personales que, inevitablemente, alimenta la descomposición social y política.
Los datos mencionados constituyen, por lo demás, la certificación de inoperancia del modelo económico al que se han aferrado las elites gobernantes desde 1988 y hasta la fecha: la abdicación a las obligaciones del Estado en materia de educación, salud, empleo, alimentación, vivienda, servicios y rectoría económica, la privatización e incluso el saqueo de la propiedad pública, la abierta toma de partido de las autoridades laborales a favor de los patrones y en contra de los asalariados, el abandono del campo, la irresponsable apertura de fronteras y la entrega del mercado nacional a los capitales trasnacionales, el mantenimiento de una política fiscal que exenta a los grandes corporativos y se encarniza con los pequeños causantes cautivos, y el crecimiento escandaloso, a lo largo de los sexenios, de la corrupción y la inmoralidad en las oficinas públicas.
Debiera ser evidente que, con semejantes porcentajes de depauperación, no hay economía capaz de protagonizar una reactivación exitosa y durable, toda vez que carece de un mercado interno sobre el cual puedan impulsarse la industria, el comercio y los servicios.
Por otra parte, resulta inevitable cotejar este crecimiento de las carencias sociales durante la administración actual con el incremento de la violencia delictiva y la pérdida del control, por parte del Estado, de regiones enteras del país. Durante años se ha señalado, en todos los tonos y desde diversos sectores de la sociedad, la relación causal entre la pobreza, la marginación, el desempleo y las carencias educativas y de salud, con el desarrollo de los fenómenos delictivos que azotan al país, con la también creciente descomposición institucional y con la incapacidad gubernamental para librar con éxito la guerra en la que el gobierno calderonista comprometió al país. Por mucho que se persiga a los grupos delictivos, la criminalidad no podrá ser derrotada en tanto siga siendo una de las tres perspectivas de supervivencia –además de la migración y la mendicidad– para millones de personas.
En suma, las cifras sobre el incremento de la pobreza dadas a conocer por el Coneval indican la verdadera urgencia nacional: lo que debe ser reformado, antes que cualquier otra cosa, es el modelo económico impuesto en México hace un cuarto de siglo.