l arreglo logrado el pasado fin de semana entre el Legislativo de Estados Unidos y la Casa Blanca en torno al déficit presupuestal de ese país no fue suficiente para contener el nerviosismo financiero mundial. Éste se ha traducido, desde entonces, en pronunciadas caídas de las principales bolsas de valores del mundo y, desde antes, en una alza imparable en el precio del oro. Aunque en la jornada de ayer los índices bursátiles estadunidenses lograron una ligera recuperación en relación con la víspera, en Europa y Asia tuvieron lugar pérdidas de significativas a desastrosas, como ocurrió en la bolsa de Tokio, que perdió 3.72 por ciento de su valor.
El mundo asiste, pues, a un recrudecimiento de las turbulencias financieras que estallaron en 2008, cuyos efectos han sido atenuados, pero no superados, desde entonces. Los síntomas de que el mundo se aproxima a una nueva recesión abierta están a la vista, y aunque tal perspectiva no puede darse por segura e inevitable, los gobiernos tendrían que apresurarse a tomar medidas orientadas a proteger a los sectores más inermes de sus respectivas poblaciones de los impactos probables de un nuevo desbarajuste económico global: carestía, pérdida de empleos y escasez generalizada. No lo hizo así el gobierno mexicano hace tres años, a pesar de las advertencias formuladas por diversos sectores y actores, y las consecuencias sociales fueron catastróficas: con el célebre yerro del entonces secretario de Hacienda, Agustín Carstens –la crisis sería sólo un catarrito
–, la sociedad nacional, que ya venía resintiendo los efectos del modelo económico depredador aún vigente, vio incrementar de manera brutal su porcentaje de desempleados, de pobres y de miserables, y las pequeñas y medianas empresas hubieron de enfrentarse a dificultades en muchos casos insuperables, todo lo cual redundó en un ensanchamiento para el campo de acción de la informalidad, la corrupción y las delincuencias de distintos giros.
Actualmente, y a juzgar por las palabras del secretario de Economía, Bruno Ferrari, en el sentido de que el país tiene la fortaleza
para soportar cualquier embate procedente del exterior, el grupo gobernante parece dispuesto a repetir el error de apreciación y a exponer a la población a un nuevo periodo de desastre.
Algunos analistas internacionales expresaron, en 2008 y 2009, que la recesión de entonces evidenciaba el agotamiento final del neoliberalismo y que los gobernantes no tendrían más remedio que abandonarlo, para adoptar estrategias de impulso al crecimiento de los mercados internos, medidas de mínimo control de los grandes capitales y de sus altos operadores, así como programas destinados a evitar que los sectores mayoritarios –clases medias, en las naciones ricas, y pobres de diversas categorías, en países como el nuestro– pagaran la cuenta de la desmedida avaricia corporativa, responsable, a fin de cuentas, de la crisis. No ocurrió así, ni en Estados Unidos ni en México ni en la mayoría de los entornos nacionales; las autoridades terminaron por convertir el quebranto generalizado en nuevas oportunidades de negocio para los más importantes negocios trasnacionales y por endosar las facturas a asalariados, contribuyentes cautivos, pequeños empresarios y población en general.
Esas actitudes omisas e irresponsables desembocan en la inestabilidad financiera actual y en la proliferación de la inseguridad económica. La inestabilidad y la carencia de perspectivas ciertas y confiables conforman un círculo vicioso en la medida en que los inversionistas abandonan los ámbitos productivos para refugiarse en la especulación pura y dura y, de allí, pasar a la compra de metales preciosos. El único consenso que genera a estas alturas el llamado Consenso de Washington
es que se trata de un modelo agotado, que lleva al mundo de crisis en crisis, pero, salvo excepciones, ningún gobierno parece dispuesto a romper con ese canon, lo que agrava la incertidumbre.
En 2008 las autoridades nacionales apostaron al estoicismo de la población y dieron por descartados los estallidos sociales a consencuencia de la recesión. Sin embargo, el recrudecimiento de la violencia, el auge de la criminalidad y la pérdida del control de diversas zonas del territorio por parte del Estado, constituyen muestras claras del más indeseable de los estallidos sociales. Resulta obligado preguntarse, con ese antecedente, y habida cuenta de la precariedad material en que se encuentra la mayoría de los habitantes de México, lo que puede esperarle al país en caso de que los nubarrones del momento se conviertan –ojalá que no– en una nueva recesión mundial.