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Ver día anteriorSábado 6 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La unidad de todos tan temida
E

l tema central de la campañas electorales en 2012 –incluyendo la presidencial– será el de la gobernabilidad o, para ser más preciso, el de cómo gobernar la pluralidad.

Dos posiciones han despuntado claramente. Por un lado, quienes consideran que debe gobernarse desde lo que podría denominarse la unidad del poder del Estado. Se supone que la eficacia y fortaleza del Estado depende de que una única visión lo hegemonice. Para ello se proponen cambios en las reglas para generar una mayoría legislativa afín al Poder Ejecutivo.

Por otro lado, quienes consideran que sólo se gobierna la pluralidad desde la misma pluralidad política y social. Se argumenta que precisamente el periodo que va desde 1997 a la fecha, de gobiernos divididos, demuestra que ninguno de los partidos podrán por sí mismo gobernar y, en consecuencia, para superar la parálisis política se requieren gobiernos de coalición. Lo anterior se acompaña por una batería de reformas institucionales que garanticen mayor participación ciudadana y rendición de cuentas de los partidos políticos.

En los tres principales partidos hay expresiones de ambas posiciones. Entre los precandidatos presidenciales cuatro –de los tres partidos– se han pronunciado explícitamente por la segunda opción y al menos uno por la primera.

En el fondo, la discusión se centra en el cambio de régimen: presidencialismo, presidencialismo acotado, semipresidencialismo o parlamentarismo. Conforme se decanten los candidatos a las elecciones de 2012, en los distintos niveles seguramente también se precisarán mejor las distintas alternativas en torno a cómo gobernar la pluralidad del país.

Lo que hoy despunta, empero, con enorme claridad, es que los tres partidos están atravesados por sendas divisiones. No es extraño que los frecuentes y repetitivos llamados a la unidad aparezcan más bien como conjuros que como propuestas serias. Siendo el argumento que sin unidad se vuelven menos competitivos o que incluso pueden perder las elecciones –como ha sucedido–, la verdadera discusión debería ser con base en qué requisitos esa unidad hace posible que los partidos sean efectivamente competitivos.

Crecientemente, también en todos los partidos emergen voces que reclaman la elaboración de plataformas programáticas que presenten a los ciudadanos con claridad para qué quieren acceder a los puestos de representación más importantes.

Se tiene que reconocer que la unidad no se logra de manera artificial, porque cuando así se ha intentado –y en los tres partidos principales hay ejemplos de ello– lo único que ocurre es que se ensanchan las divisiones y se crea el caldo de cultivo propicio a deslealtades y al doble juego.

Por el contrario, se tiene que partir, como en la sociedad nacional, del hecho de que lo que caracteriza cualquier tipo de comunidad es precisamente su pluralidad, es decir, distintas maneras de plantearse las respuestas a los distintos problemas con énfasis y prioridades también diferentes. El punto de partida es el disenso, no el consenso. Este último se tiene que construir mediante la deliberación y el debate.

Pero hay una muy deficiente formación en los partidos y, en general, en las organizaciones sociales y civiles, proclive al debate y, sobre todo, al disenso. En las izquierdas y las derechas lo común han sido las expulsiones y las excomuniones. En el PRI, para evitar lo anterior, se cultivó una cultura del disimulo, que eludía tomar posiciones a cambio de sustentar la unidad en la inevitabilidad del triunfo y de sus consecuentes ventajas para todos.

Aún eso parece ser insuficiente hoy para sustentar una unidad real que garantice a los partidos participar en condiciones competitivas en las elecciones del año próximo. El reparto de posiciones ha sido siempre un calmante y un mecanismo inclusivo que más que producir unidad genera complicidad.

Entonces, ¿cómo construir esa unidad?