os violentos disturbios que han tenido lugar en días recientes en Londres y sus alrededores parecieran, a primera vista, un estallido de ira irracional y sin propósito mezclada con vandalismo. Pero, si se tiene en mente el patrón de brotes de descontento en las pasadas tres décadas en el Reino Unido y las protestas sociales en otras naciones de la Unión Europea, como España y Grecia, es posible detectar una serie de claves para comprender el fenómeno.
Por una parte, el modelo económico impuesto en la segunda mitad de los años 70 del siglo pasado en Inglaterra por el gobierno de Margaret Thatcher –que no es otro que el neoliberalismo posteriormente extendido a otras regiones y convertido en canon por los poderes políticos y económicos del mundo– ha sido generador de marginación y pobreza que tuvo una primera reacción social en Bristol en abril de 1980, en forma de disturbios semejantes a los que se viven hoy en día, respuesta al segregacionismo económico y al racismo policial y social imperantes en Gran Bretaña. Esas insurrecciones urbanas en barrios con mayoría de población negra se repitieron a lo largo del año siguiente y luego en 1985, y una década más tarde, y en noviembre del año pasado. Los detonadores fueron excesos criminales cometidos por las fuerzas policiales o bien los efectos de decisiones económicas depredadoras e insensibles.
En el ámbito internacional, resulta inevitable cotejar lo que sucede en la capital británica y sus alrededores con las protestas que han tenido lugar en Grecia ante el draconiano plan de ajuste impuesto por los organismos financieros internacionales y por la propia Unión Europea, así como con el movimiento de los indignados que se desarrolla en España, e incluso con las extendidas manifestaciones estudiantiles que han sacudido al gobierno de Sebastián Piñera en Chile. En todos esos casos, el denominador común es el descontento de sectores sociales excluidos de la economía y de la política formal, y despojados de futuro, de perspectivas y de un lugar en el mundo.
En el caso de Gran Bretaña no hay razones para el optimismo. Por una parte, el lunes negro
vivido ayer en las principales bolsas de valores del mundo augura un nuevo ciclo recesivo que empeorará las condiciones de vida de los habitantes de los barrios marginados y que, en consecuencia, ahondará los motivos del agravio social que ahora se expresa en la forma de incendios y enfrentamientos con las fuerzas policiales. Por la otra, es razonable suponer que la falta de entendimiento con la que ha reaccionado el gobierno inglés –bien ejemplificada en la declaración de la ministra del Interior, Theresa May, en el sentido de que las protestas son pura delincuencia
y que la forma de encararlas será mediante más detenciones– tendrá el efecto de echar gasolina al fuego.
En suma, el modelo económico impuesto en Gran Bretaña hace más de tres décadas, así como el modelo social de siempre, colonialista, racista y excluyente en lo externo y en lo interno, no dan para más.