on cada vez más claras y contundentes las advertencias de especialistas en temas económicos sobre el inicio de una etapa de desaceleración en el ritmo de crecimiento mundial, en el mejor de los casos, o de una nueva recesión, en el peor: desde las declaraciones del historiador Carlos Marichal, quien afirmó en entrevista con este diario que el mundo asiste a una crisis enorme y global que es infrecuente
, hasta las advertencias del presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, en el sentido de que estamos en los primeros momentos de una tormenta nueva y diferente, (que) no es la misma de 2008
.
También son diversos y preocupantes los indicadores de que los distintos gobiernos nacionales tendrán, ante el previsible escenario de renovadas dificultades económicas, un menor margen de maniobra respecto del que dispusieron durante el desbarajuste financiero y económico de hace casi tres años: la recesión de 2008 y 2009 terminó por dejar a varios países sin recursos, implicó el desmantelamiento de mecanismos de bienestar en algunas naciones y, como ha advertido el propio Zoellick, implicó que la mayoría de los países desarrollados agotaran su margen fiscal y su política monetaria
. Por añadidura, en momentos en que las economías del mundo pudieran cifrar sus esperanzas en el consumo interno, el nivel de endeudamiento de buena parte de la población y la necesidad de ésta por reducir sus débitos ante la posibilidad de un incremento generalizado de las tasas de interés desalienta las perspectivas de una recuperación.
Frente a los indicios de recrudecimiento de una crisis que nunca acabó de disiparse, se hace evidente la omisión en que incurrieron muchos gobiernos tras la superación formal de la recesión internacional que inició hace casi tres años: en lugar de invocar a un amplio consenso para lograr el aplacamiento de la voracidad de los capitales y la reformulación del modelo económico todavía vigente, en diversas regiones del mundo –nuestro país incluido– se decidió recurrir a la decisión conocida de sacrificar a la población, se prosiguió en los vicios anteriores a la crisis y se alimentó la perspectiva del estallido social. La pretendida superación de la crisis mundial se limitó a una recomposición de los macroindicadores, pero no tocó la inestabilidad intrínseca del modelo económico actual, generador de desigualdad social, concentrador de la riqueza y favorecedor de la especulación en detrimento de las actividades productivas.
Ahora, cuando los avisos de un renovado desastre se multiplican, las autoridades nacionales no tienen otra fórmula que la aplicación de soluciones
tan conocidas como fallidas: un ejemplo de ello es el anuncio de un supuesto blindaje
de la economía nacional para hacer frente a las turbulencias mundiales. Lo cierto es que un anuncio similar se formuló en los albores de la pasada crisis, la cual se saldó, en el caso de nuestro país, con la peor caída en la historia del producto interno bruto. Por lo demás, en un momento en que México necesita recursos para reducir la enorme brecha de la desigualdad social, construir infraestructura, generar empleos, reactivar la economía interna y restablecer los mecanismos de bienestar que contribuyan a paliar los efectos de la crisis, el anuncio referido no resulta halagador, toda vez que la experiencia inmediata sugiere que los blindajes
financieros sirven ante todo –en consonancia con la ortodoxia neoliberal del grupo que detenta el poder– para tranquilizar a los capitales especulativos y a los inversionistas foráneos.
En la circunstancia actual, en suma, de poco o nada sirve la aplicación, y mucho menos el anuncio, de soluciones que terminan redundando en ejercicios de gatopartismo: lo que se necesita, con carácter de impostergable, es una reformulación profunda del modelo económico, que ponga a las personas, no a los capitales, en el centro de las preocupaciones y las acciones gubernamentales, por más que esto parezca seguir generando resistencias en los centros de política mundial y en naciones periféricas y dependientes como la nuestra.