a desbocada ira social que durante varios días se expresó en las revueltas de los suburbios londinenses empezó a adquirir, hacia el fin de semana, una estructura argumental precisa. El descontento por las políticas económicas depredadoras que condenan a importantes sectores de la población a la marginalidad y a la desesperanza, cuajó en consignas específicas: Los verdaderos saqueadores son los bancos, Culpen a los conservadores, no a nuestros hijos, o Denle un futuro a nuestros hijos, se pudo escuchar y leer en las manifestaciones –pacíficas– que tuvieron lugar el sábado en Tottenham, uno de los barrios más afectados por los violentos disturbios de días anteriores.
En forma paralela, el primer ministro David Cameron se enredó en su propia intransigencia y en sus reflejos represivos, hasta el grado de embarcarse en una amarga polémica con la policía británica –a la que acusó de comportarse con indulgencia hacia los saqueadores, y a la que pretende imponer el tutelaje de policías estadunidenses– y de provocar, con su decisión de castigar económicamente a las familias de los presuntos vándalos, el rechazo de algunos liberales aliados de su trompicante administración.
La actitud del gobierno conservador de mantener contra viento y marea los lineamientos económicos antipopulares y de aferrarse al autoritarismo represivo y a una tolerancia cero que ha sido calificada por el jefe policial Chris Sims de consigna hueca, no parece ser la vía más adecuada para desactivar el conflicto social. Por el contrario, la mano dura
ordenada por Cameron amplía el terreno para los abusos policiales que sirven como detonadores del descontento en las zonas urbanas pobres y marginadas, con importante presencia demográfica de inmigrantes y de ciudadanos británicos de origen africano y asiático. Según se aprecia, el premier inglés puede estar llevando su insensibilidad y su cerrazón demasiado lejos, y ello tendría un severo costo político para el actual gobierno, en caso de que los conservadores hagan inviable la alianza con los liberales.
Después de varios muertos y decenas de heridos, de más de 3 mil detenidos y de una impresionante destrucción material, las autoridades británicas tendrían que orientar su atención a resolver los problemas sociales de fondo, no a pretender la eliminación de sus síntomas, como lo son los disturbios de los días recientes.
Si bien ayer tales protestas amainaron y las áreas afectadas tuvieron un respiro, nada garantiza que no vuelvan a encenderse, con igual o mayor virulencia en los próximos días, porque al fin de cuentas ninguna de las causas que las originan ha sido atendida. Y de esta situación a una crisis institucional puede haber muy poca distancia, como lo sugieren las fracturas políticas y administrativas surgidas el pasado fin de semana.