uando conozco a un michoacano mayor de 40 años, invariablemente le pregunto en qué seminario estudió y él a su vez quiere saber cómo sé de su paso por la formación para sacerdote. Es una broma que casi no me falla: ocho de cada 10 contestan que sí; muchos michoacanos recibieron formación religiosa en su niñez o en su adolescencia, ya que Morelia, junto con otros, tiene esas raíces tradicionales.
Don Luis Calderón Vega –sociólogo, historiador y pensador, quien escribió, entre otras obras, Política y espíritu–, cuando se refería a su natal Morelia la llamaba, también en broma, Mochelia, y decía, allá por la década de los años 70 del siglo pasado, que en su ciudad no cambiaba nada; tan conservadora era que los maniquíes de las tiendas de ropa eran los mismos que vio en su niñez.
Hoy, tantos años después, el estado es distinto, pero conserva una profunda raíz religiosa que parece intacta; esta percepción se corrobora con el excelente reportaje de la revista Proceso (número 1814, 5/8/11) que muestra cómo hasta un cártel de la delincuencia organizada tiene, o dice tener, expresiones y modelos religiosos. Me refiero al grupo denominado Los Caballeros Templarios, tema del reportaje.
Los templarios históricos, los de la Edad Media, la orden de Caballeros del Temple. Según Harold Lamb, el acucioso historiador de las cruzadas, estos monjes guerreros en sus inicios no pasaban de una docena de compañeros que seguían al fundador Hugo de Payans, quien obtuvo el reconocimiento de su orden en el Concilio de Troyes, en 1128.
Los Pobres Caballeros del Temple se organizaron bajo la regla de los benedictinos, adoptaron sobre su cota de malla un manto blanco con una cruz roja que pronto los hizo destacar –continúa el relato de Lamb– como una especie de policía militar de los ejércitos cruzados; cuidaban los caminos, vigilaban las encrucijadas, construían torres y castillos en lugares comprometidos y se les encontraba presentes en los sitios más peligrosos; si los cruzados iban huyendo, los templarios eran la retaguardia; si atacaban, eran la avanzada.
La orden con el tiempo se hizo rica y poderosa, se extendió por el mundo conocido; los caballeros fueron los banqueros de su tiempo, un verdadero imperium in imperio que despertó la codicia y la envidia de los poderosos.
En 1307, el rey de Francia Felipe El Hermoso convenció al débil y anciano papa Clemente V de que eran un peligro para la cristianad y con intrigas, falsos testimonios y confesiones obtenidas bajo tortura encerró a unos, mató a más y acabó por apoderarse de sus riquezas y destruir la popular orden.
Los templarios medievales juraban perpetua obediencia, pobreza personal, castidad y estar noche y día prestos para el servicio. Los caballeros de las capas blancas del Temple y los de las capas negras del Hospital contribuyeron a forjar la leyenda y espíritu caballeresco que tanto ha influido en la cultura occidental: eran fieles a la palabra empeñada, a su Dios y a su compromiso de proteger y defender a los débiles frente a los fuertes, especialmente a los peregrinos de Tierra Santa.
Ése fue el modelo, según el reportaje de Proceso, de los templarios de Michoacán; la inquietante historia de los monjes guerreros inspiró al cártel (si es que lo es realmente) de Los Templarios de Michoacán, dispuestos, según sus documentos, a labores altruistas, a estar a la orden de la sociedad michoacana y dispuestos a salvaguardar el orden, evitar los secuestros, los robos y las extorsiones. Nada menos.
El sociólogo Luís Leñero Otero publicó en 1965, en la revista Desarrollo, un estudio en el que sostiene que en territorio nacional conviven tres culturas superpuestas: la arcaica, formada por los pueblos indígenas sobrevivientes a la conquista y a 500 años de opresión; la cultura tradicional –surgida durante el virreinato y localizada en las poblaciones grandes y pequeñas donde criollos y mestizos forjaron los rasgos de México colonial entre el tiempo que va de la conquista hasta el siglo XIX– y, en tercer lugar, la cultura moderna, cosmopolita, hoy le llamaríamos globalizada, que surge en las grandes ciudades, en la frontera y en algunos puntos bajo influencia exterior.
Las tres culturas sobre el mismo territorio sufren diversos procesos sociales, se mezclan, se enfrentan, se integran, se influyen unas a otras, y ninguna puede ser encontrada en estado totalmente puro. Eso es el México actual, decía Leñero, y por ello no nos admiramos de que en Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Aguascalientes y en general en el centro de país y en identificadas ramificaciones hacia el norte y el sur la cultura tradicional sobreviva y resista.
Los nuevos templarios, delincuencia organizada para trasegar droga o defensores con pretensiones heroicas de las tradiciones y valores de su estado, lo que sea de ambas actitudes o una mezcla de las dos, es una manifestación de ese fenómeno sociológico que persiste a lo largo del tiempo.
Según el reportaje, Los Templarios de Michoacán se segregaron de La Familia, otro cártel muy similar, cuando este último se alió con los terribles Zetas, decisión que los deja en una situación por demás difícil. Sus enemigos están en dos frentes: por un lado, los otros grupos de delincuencia organizada, que sólo buscan la ganancia cruda y no enarbolan ideales de ningún tipo, y por otro la fuerza pública: la Policía Federal, el Ejército y la Marina.
Aun así, a pesar de su debilidad y de la pluralidad de sus perseguidores, sobreviven y resisten, sin duda por su estrategia y conocimiento del territorio. Las preguntas no pueden menos que surgir: ¿qué tan amplias son sus bases de apoyo? No puede haber duda de que las tienen. ¿Son realmente algo más que delincuentes? Ciertamente, se identifican con una causa que expresan alrededor de la cual elaboran un discurso.
Sería interesante saber si García Luna, Alcántara Soria, la Sedena y la Marina se han planteado estas peculiaridades y diferencias, y también es lícito que nos preguntemos si son precisamente sus características especiales por las que los persigan –al menos ésa es la percepción– con más encono que a los demás grupos.
Las dudas y las inquietudes son muchas y vienen en esta ya compleja situación de violencia a enredar las cosas un poco más. Nunca terminamos de sorprendernos, pero, sin duda, las atareadas autoridades que participan en la absurda guerra de Calderón deben tomar en cuenta datos que la sociología y la historia nos proporcionan.