n semanas recientes, en la zona central de Veracruz –Xalapa, Puerto de Veracruz, Boca del Río– se ha desarrollado una violencia creciente en la que confluyen balaceras, secuestros y ataques a personas inocentes por grupos criminales o por las propias autoridades. El pasado domingo, en el acuario del puerto, se perpetró un atentado con granada que dejó un saldo de una persona muerta y tres heridos, dos de ellos menores, y ayer la Secretaría de Marina-Armada de México dio a conocer que tres oficiales y un cadete presuntamente fueron capturados por algún grupo de la delincuencia organizada.
Como ha ocurrido antes en Tamaulipas, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Morelos, Nayarit y Colima, entre otras entidades, la creciente caída de Veracruz en la violencia y el descontrol conlleva una intensa y exasperante situación de vulnerabilidad e indefensión para la ciudadanía y una creciente interrupción de la normalidad cotidiana en las localidades afectadas.
Pero, más allá de la pérdida de vidas, del colapso de la seguridad pública y de la ilegalidad rampante, la caída de Veracruz en una dinámica similar a la que sacude a los estados de la franja fronteriza y del noroeste resulta particularmente catastrófica si se considera la importancia estratégica de esta entidad, que colinda con otras siete: ocupa un sitio económico preponderante en la agricultura, la ganadería, la pesca, la industria, la generación de electricidad, la extracción petrolera, el comercio y la actividad portuaria del país, amén de que ha sido, históricamente, la principal puerta de entrada al país en el Golfo de México.
Ni la situación fronteriza, ni la lejanía del centro político, ni la extensión territorial, que podrían aducirse en el caso del avance de la delincuencia en el norte del país, permiten explicar, en el caso veracruzano, el auge de la violencia y el creciente desamparo ciudadano. La crisis de seguridad e impunidad que azota a la entidad portuaria parece, en cambio, una más de las consecuencias indeseadas de la estrategia de combate a la delincuencia y de seguridad pública implantada por la actual administración federal desde finales de 2006.
En efecto, en lo que va desde entonces, el país ha asistido al fortalecimiento de los grupos armados criminales, a la toma del control, por parte de éstos, de extensas franjas del territorio, a la infiltración de corporaciones oficiales de de seguridad y a la multiplicación e intensificación de enfrentamientos que, en muchos casos, han pasado de balaceras a combates, habida cuenta de la clase de armamento empleado en ellos.
Más allá de los tradicionales posicionamientos en el sentido de que se aplicará la ley
, se derrotará a los grupos criminales
, se velará por la seguridad de la población
y otros semejantes, formulados por las autoridades estatales y federales cada vez que una región del territorio nacional se aproxima a la ingobernabilidad y el desastre, los gobernantes de ambos niveles tendrían que ver, en el caso veracruzano, la manifiesta inoperancia de la política en curso de seguridad y combate a la delincuencia y el narcotráfico. En este sentido, la ola de violencia desbocada que padece Veracruz en los días presentes debiera ser vista como un nuevo llamado de atención.