casi dos días del ataque cometido contra el casino Royale de Monterrey, Nuevo León –que arrojó un saldo oficial de 52 muertos–, sigue resultando imposible responder, con base en la información disponible, a las preguntas fundamentales sobre quiénes planearon y ejecutaron este atentado y con qué propósito: hasta el momento, lo único que puede establecerse con certeza es que este hecho, abominable desde cualquier perspectiva, forma parte de un giro cualitativo en la barbarie que sacude al territorio nacional, en la medida en que ha tomado como objetivo a personas inocentes y ajenas a los conflictos entre organizaciones criminales y a las pugnas entre éstas y las corporaciones de seguridad pública.
Un efecto colateral del atentado, sin embargo, ha sido poner al descubierto la irregularidad y opacidad con que operan las casas de apuestas en México, y particularmente en Monterrey, donde más de una docena de establecimientos de ese tipo funcionan sin los permisos correspondientes –incluido el casino atacado– y donde la proliferación de esos negocios resulta, dada la ubicación geográfica de la ciudad –en una de las principales rutas de trasiego ilegal de estupefacientes–, un blanco más que atractivo para la operación de bandas delictivas, la corrupción de autoridades y el lavado de dinero.
Es importante recordar que nuestro país se caracterizó históricamente por ostentar una normatividad estricta respecto de la operación de centros de apuestas. Desde que en 1935 el entonces presidente Lázaro Cárdenas prohibió las casas de juego –con el fin de evitar el surgimiento de efectos sociales y económicos perniciosos, pero también por considerarlas espacios proclives para el surgimiento de la corrupción y para la operación de las mafias–, las sucesivas administraciones mantuvieron esa política de proscripción durante casi siete décadas a pesar de los numerosos intentos de grupos políticos y empresariales por derogarla. Fue hasta la pasada administración panista, la encabezada por Vicente Fox, y a instancias de un reglamento de ley publicado por la Secretaría de Gobernación en la gestión de Santiago Creel, que se potenció un crecimiento desordenado de la industria de juegos de azar. Ahora, a raíz de la tragedia ocurrida en Monterrey, las autoridades tendrían que verse obligadas a dar marcha atrás en lo que a todas luces fue un error histórico y revertir las prácticas que permitieron la anarquía imperante en ese rubro, en el entendido de que esa medida pudiera redundar en una acción mucho más efectiva para combatir al crimen organizado que los aparatosos –y a lo que puede verse, inútiles– despliegues policiaco-militares en el territorio.
Mención aparte merecen los señalamientos formulados ayer por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, durante el mensaje en que fijó la postura de su gobierno respecto de la tragedia en el casino Royale. En dicha alocución, el político michoacano mezcló la obligada condena que merece un episodio de esta naturaleza con pronunciamientos que, más que producto de la consternación, parecieran obedecer a un intento por lucrar políticamente con el dolor de medio centenar de familias y de todo el país: tal es el caso de la declaratoria de luto nacional
emitida por el político michoacano durante su discurso –con una premura que no ha sido mostrada por el propio gobierno calderonista ante acontecimientos igualmente trágicos y lamentables, como el incendio en la guardería ABC– y del intento por impulsar, a partir de estos trágicos acontecimientos, la aprobación de la controvertida ley de seguridad nacional.
En estas horas difíciles, lo que cabe exigir del gobierno es una respuesta enérgica, sí, pero sobre todo transparente y sensible al sufrimiento de la población. Preferible a posturas que enrarecen y contaminan el panorama político y la percepción pública de los hechos delictivos sería que la autoridad lleve a cabo las pesquisas correspondientes y que ofrezca, cuanto antes, una respuesta verosímil y convincente sobre los puntos oscuros que persisten respecto de este episodio.