n atentado suicida perpetrado ayer en una mezquita de Bagdad dejó un saldo de 30 muertos y un número igual de heridos: una lamentable muestra más de que Irak, a más de ocho años de la invasión estadunidense, no ha logrado recuperar la normalidad y la convivencia pacífica. La ocupación militar que siguió a la agresión militar de 2003 se tradujo en una polarizada violencia facciosa que ha dejado centenares de miles de muertos. Diversos analistas han apuntado la posibilidad de que la proliferación de cruentos atentados en las principales ciudades de Irak no haya ocurrido a pesar de la presencia militar estadunidense y británica, sino más bien impulsada por los propios invasores a fin de dividir a la sociedad iraquí, debilitar cualquier intento de resistencia y generar justificaciones para alargar la ocupación.
Luego de la serie de ataques perpetrados en México en días recientes, especialmente el que causó más de 50 muertes en el casino Royale de Monterrey, el presente y la historia reciente de Irak adquieren, en nuestro país, una nueva significación. Guardando las distancias, y haya o no una relación causal directa entre esos hechos y el accionar en territorio nacional de agencias estadunidenses especializadas en operaciones de desestabilización y guerra sicológica, la militarización de un entorno nacional y la existencia de un enfrentamiento bélico son factores de aliento, no de disuasión, para la espiral de violencia. Ejemplo claro de ello es la escalada armamentista –no se le puede llamar de otra manera– que han protagonizado las fuerzas del orden y los grupos irregulares al servicio de los cárteles del narcotráfico, fenómeno al que no han sido ajenos los distintos actores policiales, militares y empresariales de Estados Unidos que controlan la producción y la distribución de armas de alto poder, desde fusiles de asalto hasta lanzagranadas múltiples y armamento antiaéreo.
Es claro que esos estamentos del país vecino encuentran en el nuestro un contexto favorable para realizar sus objetivos. La descomposición institucional, el descontrol y la descoordinación entre distintos niveles de gobierno constituyen terrenos fértiles para el desarrollo de toda suerte de injerencias.
La responsabilidad de Washington en esta circunstancia va mucho más allá de la permisividad del país vecino para con sus comerciantes de armas y del consumo masivo de drogas ilícitas: se extiende a conductas perversas, como la tolerancia, en su propio territorio, a un narcotráfico pacífico
–que sólo puede entenderse como resultado de una decisión política de omitir su persecución policial–, y como el doble canal para surtir de armas tanto a las autoridades mexicanas, por medio de la Iniciativa Mérida, como a la delincuencia organizada, por medio del operativo Rápido y furioso.
Con esas consideraciones en mente, es claro que la respuesta oficial a las crecientes agresiones contra la población –de las que el mortífero incendio provocado en el casino Royale es, hasta ahora, la muestra más atroz– no puede ser meramente reactiva ni reiterativa de una estrategia clamorosamente señalada de ineficaz: más soldados y policías a las calles, rondas de declaraciones y discursos para decir lo mismo, o acciones de control tardías y propagandísticas, como la reciente ola de cateos, revisiones, embargos y clausuras de casinos en diversas entidades del país.
Es preciso cobrar conciencia de la gravedad de la circunstancia y actuar en consecuencia. Más allá de las acciones de soldados, policías y recaudadores de impuestos, se requiere de visión de Estado para reformular la estrategia de seguridad vigente y corregir la cesión de soberanía en que se ha incurrido.