Los clavos
a vida es demasiado corta para desperdiciarla en lamentaciones. Eso lo aprendí de mi madre. Ella también decía: preocúpate por las cosas que está en tu mano cambiar. Las demás, acéptalas como son y trata de sobrellevarlas lo mejor que puedas. Gracias a que pienso de este modo he logrado superar muchas cosas. Por ejemplo, que mi hija se haya ido de aquí.
–¿Adónde me dijo que se fue la Nena?
–A Madrid. De milagro, y eso porque se lo pedí mucho a San Lorenzo, al marido le salió trabajo de cocinero en un restaurante mexicano, porque allá las cosas están peor que aquí. Comprendo que la Nena haya tenido que seguir a Mauricio, pero todavía no logro resignarme a no verla.
–Puede ir a visitarla.
–No será fácil. Los aviones cuestan mucho dinero, y con lo que ganamos Anselmo en la agencia y yo en la costura…
–Se ve que su señor extraña mucho a la Nena. Siempre que lo encuentro me habla de ella.
–Cada vez que Anselmo vuelve del trabajo me pregunta si su hija se comunicó para acá. Le digo que no y se pone triste. A veces se desespera y llama ingrata a la Nena porque, según él, apenas lleva dos años de haberse ido y ya se olvidó de nosotros. Le ruego que comprenda: la niña –bueno, yo le digo así a la Nena aunque ya tenga 27 años– estará ocupada tratando de acoplarse a su nueva situación. Para mí es igual, y eso que Anselmo y yo nos hemos mudado decenas de veces, porque a cada rato lo cambian de plaza.
–Si yéndose de una colonia a otra uno se destantea, ya me imagino lo que será irse a vivir a otro país y luego tan lejísimos.
II
–Lucha: ¿me pasa aquellos cuadritos, por favor? Bien envueltos no tienen por qué romperse.
–¡Qué preciosos! Sobre todo este del mar con la gaviota y el barco. Hasta parece que se mueve de tan bien dibujadas que están las olas.
–A mí también me encanta. Lo compré en una tienda del centro hace años, una vez que llevé a la Nena a surtir la lista de útiles. Siempre que lo veía me imaginaba a mi hija chiquita, agarrada de mi mano, preguntándomelo todo. Desde que mi hija vive en Madrid a cada rato miro este cuadrito y siento que el barco me la devuelve. En cuanto Anselmo y yo lleguemos al nuevo departamento voy a colgarlo. Aunque no sé… Cuando le entregó las llaves, la portera le dijo que la dueña del edificio tiene prohibido que se perforen las paredes.
–Pues está loca. ¿Una casa sin clavos? ¡Imposible! Dígame, Alicia, ¿quién no tiene retratos de familia o santos de su devoción?
–O ganas de adornar las paredes con algo, aunque sea un detallito. Los clavos dicen mucho de las personas. Cada vez que ocupo un nuevo departamento y veo los que dejaron clavados los inquilinos anteriores me entra curiosidad por saber qué habrán tenido allí.
–Eso me hace recordar a una señora que ocupaba el departamento de arriba. Para hacerse las ilusiones de que Alfonso, su marido, aún vivía con ella, Josefina colgó por todas partes la ropa de su difunto.
–¿Por qué mejor no se la regaló a alguien que pudiera aprovecharla?
–Lo hizo. Cuando se juntó con Renato le dio todo lo que había sido de Alfonso. Al verlo con esa ropa me parecía que el hombre colgaba de la pared.
–La de cosas que habrá visto usted trabajando en este edificio.
–Si le contara… Hace años vivió aquí un señor que se llamaba Néstor Fonseca. Tenía clavados en la pared los recortes de la nota roja en donde aparecían asesinos, narcotraficantes, ladrones.
–¿Estaba enfermo de la cabeza o qué?
–No. Los veía porque pensaba que entre ellos iba a reconocer al hombre que mató a su hermano. Era algo imposible, pero él no lo aceptaba. Imagínese que todo ocurrió cuando eran muy niños. Una noche su madre los mandó a la famacia. En el momento en que ellos entraban salía un asaltante disparando. Una de las balas mató al encargado, otra al hermano de Néstor. El señor Fonseca se mudó de aquí sin avisar. Lo dejó todo –sus muebles, sus libros, su ropa–, menos los recortes. Una vez lo soñé colgándolos en una pared muy alta que se iba desmoronando conforme él metía los clavos. Todo era tan real en mi sueño que hasta escuchaba los golpes del martillo: tras, tras, tras.
III
–Lucha, ya no tardan los cargadores. Voy a contar las cajas. Aunque haya metido en ellas puras cosas viejitas no quiero que me falte ninguna. Son un montonal. Los de la mudanza pondrán el grito en el cielo y les daré la razón, pero ni modo de que tire mis cosas para que ellos no se disgusten.
–¿Por qué será que a las mujeres nos da por guardar tanta cosa?
–¡Quién sabe! Luego no sirven para nada, andan rodando, estorban, se pierden y al fin terminan en el basurero.
–Usted ya ha visto cómo tengo mis piezas también llenas de cajas. Todos los sábados cuando me acuesto digo: Mañana me deshago de tanta porquería
. Me levanto muy decidida, abro el primer bulto, veo algo y enseguida recuerdo cosas de mi familia, de cuando era chica, y ya no puedo desprenderme de un vestido, de una bolsa o de lo que sea. Fíjese, nada menos el otro día que me puse a hacer limpieza abrí la caja en donde tengo guardadas algunas de las cositas con que jugábamos mi hermana Zoila y yo. Entre los juguetes encontré a nuestra muñeca de cera. Le pusimos Lily. Nos la regaló mi hermano Manuel un 6 de enero en que nos encontró a Zoila y a mí llorando porque los Santos Reyes no nos habían dejado regalos. Aunque la muñeca ya está muy fea, ¿cómo voy a tirarla? Con ella me sucede lo que a usted con el cuadro del mar: la miro y nos veo a mi hermana y a mí todavía inseparables.
–No sabía que tuviera una hermana. ¿Murió?
–¡Quién sabe! Estamos distanciadas. Se fugó con Otoniel, un muchacho que era mi novio.
–¿De veras se llamaba Otoniel?
–Sí, ¡pobre! También sus hermanos tenían nombres rarísimos: Dardanelo, Bromelia y Salberto. Era el más chico. Su gemelito murió y como su padre pensaba ponerle a uno Salvador y al otro Alberto, pues resumió los dos nombres en el niño sobreviviente.
–¿Y desde cuándo no ve a su hermana?
–Desde que se largó con Otoniel, hace 22 años.
–¿No le gustaría que se reconciliaran?
–Pues a mí sí porque, de veras, ya no le guardo rencor. Me encantaría decírselo para que esté tranquila, pero no puedo. Ignoro en dónde vive y ella no sabe en dónde estoy. Si de casualidad me la encontrara a lo mejor no la reconocería, ni ella a mí. El tiempo nos cambia y ahora las personas se hacen tanta compostura en la cara que ya no se sabe quién es quién.
–La sangre llama.
–Los que están llamando son los de la mudanza. Voy a abrir.
IV
–Bueno, Lucha, pues ahora sí ya se lo llevaron todo. Sólo quedan los clavos, y pronto ni eso.
–El lunes comenzarán a resanar el departamento, porque a la dueña le urge rentarlo.
–¿Se acuerda de que cuando llegué aquí subí a quejarme con usted porque el departamento olía demasiado a pintura?
–Cómo no voy a acordarme, si no hace tanto tiempo de eso. Parece que fue ayer cuando vine para ayudarla a abrir una ventana atrancada.
–Elogió mucho el cuadrito del mar que ya tenía colgado en la pared. Fue lo primero que puse aquí y será lo primero que acomode en mi nuevo departamento. No lo conozco. Anselmo dice que es un poquito más pequeño que este. El siguiente que le asignen será aún más reducido, el otro más todavía y así… El resto de nuestra vida iremos de un departamentito a otro hasta que lleguemos al más reducido de todos, al único en que no necesitaremos de clavos y del que ya no podremos mudarnos.