ace un año en Toluca, el 9 de septiembre, en un hospital del Instituto del Seguro Social al Servicio de los Trabajadores del Estado, la escritora Carmen Rosenzweig murió a consecuencia de un fatídico accidente casero en la cocina. Le estalló el gas y le quemó las orejas, parte del brazo, parte del cuerpo y, agonizante, duró casi tres semanas en el hospital. Aunque las quemaduras ya se estaban controlando, se la llevó una hemorragia interna que en dos horas la desangró.
Había nacido en Toluca el 9 de noviembre de 1926. La conocí en los 50 porque ambas fuimos becarias del Centro Mexicano de Escritores, cuando todavía lo cuidaban Margaret Shedd y Felipe García Berraza. Me llamó mucho la atención por su cultura y porque saludaba a la gente con un ¿Quiubo, demonio?
, que me recordaba que también el fundador del Instituto Nacional de Cardiología, Ignacio Chávez, saludaba con un Quiúbole
. A mí me decía: Pórtate conducente
.
Carmen era secretaria ejecutiva en la American Smelting, que más tarde se llamó la compañía minera ASARCO. Su oficina se encontraba en lo alto de un edificio en Paseo de la Reforma, y allí la iba yo a ver después de entregar mi artículo en el periódico. Era bonito visitarla porque era un ejemplo inmejorable de secretaria perfecta. Escribía a máquina a velocidad supersónica sin equivocarse jamás, y tomaba taquigrafía Pittman. Sus jefes la reverenciaban.
Carmen tuvo que renunciar a la beca del Centro Mexicano de Escritores porque su trabajo en la ASARCO resultó mucho mejor remunerado, y me dio tristeza ya no verla. En el Centro Mexicano de Escritores, en ese año de 1957, en la calle de río Volga, fuimos becarios Juan García Ponce, Héctor Azar, Emilio Uranga y dos estadunidenses displicentes: una Frances, cuyos textos eran instrucciones para hacer el amor en la mesa de la cocina, y un George, que cada vez que me tocaba leer exclamaba: It stinks
(apesta).
No sé cómo hizo Carmen para tener tiempo de fundar una revista literaria, El Rehilete, con Margarita Peña, Beatriz Espejo y Elsa de Llarena. Luchaba por conseguir anuncios y nos pedía colaboraciones, cuentos, poemas, crónicas, críticas de libros. La revista salía puntualmente, sus orgullosas editoras las cargaban en sus brazos a las librerías y poco a poco consiguieron un distribuidor.
La mayor alegría de Carmen en esos años fue que Juan José Arreola, a cuyo taller asistía, le publicara su novela 1956, fecha, creo, en que murió su padre. Carmen era huérfana, su madre murió cuando tenía cuatro años.
Cuesta el cielo pero la vida más fue otro de sus títulos. Sin duda su obra fue vanguardista como su vida. Lo que ella hizo es para mí excepcional.
La construcción muy personal y creativa de sus novelas es un parteaguas en la literatura de las mujeres. La orfandad es una constante en su escritura. Ojalá Cristina Rivera Garza, que revivió a Amparo Dávila, recogiera algunos de sus cuentos, sus poemas, sus ensayos, sus pasiones, sus tormentos, su he de llegar a rosa por el abismo lento de mis espinas
. Recuerdo que le apasionaba Van Gogh y escribió sobre él para la colección Sep Setentas: Van Gogh y la juventud.
Fue amiga de Elvira Gascón y de su marido Fernando Balbuena; de Sofía Bassi y de Alberto Beltrán, quienes colaboraron con viñetas tanto para sus libros personales como para El Rehilete.
Los últimos 10 años publicó una columna dominical en El Sol de Toluca, con su estilo profundo, único.
Son muchas las razones para no olvidar a Carmen Rosenzweig, pero hay una que me conmueve especialmente. A pesar de no tener recursos económicos, adoptó a tres niños. Primero a Mateo, en Acapulco, cuando tenía un año; luego a Blas (a quien le puso así por Blas Pascal), cuando tenía cinco años, a quien buscó en una casa de cuna en Coyoacán, y finalmente a Francine, de siete años, también en Coyoacán. Blas todavía recuerda que cuando fue a recogerlo lo subió a una mesa y lo cambió de ropa. Al niño, en ese momento, se le caía el pelo, tenía muchas calvas, y Carmen le puso una gorrita, lo tomó en sus brazos y se lo llevó. “A partir de ahí –dice Blas– todo cambió, fue mágico, no puedo imaginar qué hubiera pasado si caigo en manos de otra persona”.
Carmen trabajaba de nueve a cinco, y tuvo que mover cielo, mar y tierra para atender a sus hijos. Madre soltera, nunca se quejó, nunca se echó para atrás. En cierto modo canjeó la literatura para cuidarlos, y sus hijos nunca tuvieron la inquietud de buscar a sus padres biológicos, porque mi mamá lo llenaba todo
, como dice Blas. “No había necesidad de nada. Hasta la fecha Carmen es mi vida.
“Nos levantábamos muy temprano, nos dejaba en la escuela y se iba al trabajo. Es asombroso pensar cómo, atada a una empresa que le exigía mucho, logró, como madre soltera, sacarnos adelante. Mi tío Genaro nos apoyó emocional y económicamente. A mi tío Miguel, lo tenemos desaparecido desde hace cuatro meses. A partir de la muerte de la abuela se vino para abajo. Se convirtió en un homeless.”
Carmen siempre estuvo muy orgullosa de su familia, de Genaro; de Alfonso, subsecretario de Relaciones Exteriores; de Roberto, que es primo. Fernandin Rosenzweig llegó con la guardia personal de Maximiliano a México; después del fusilamiento de Maximiliano, Juárez aceptó a alemanes, austriacos y hasta polacos, que se quedaron en México. Entonces, los Rosenzweig inventaron máquinas para sembrar, levantaron industrias y lo más bonito, hicieron mapas del país.
El 25 de agosto, ocho hombres ingresaron armados al Casino Royale, en Monterrey, cargados con tambos de gasolina que rociaron en todo el espacio. Le prendieron fuego y mataron a 52 personas. Muchos murieron asfixiados, a otros se les encontró ya calcinados. Este hecho abominable, que a los criminales les tomó pocos minutos, me recordó la muerte de Carmen Rosenzweig hace un año, porque el gas le estalló en su cocina. Tiene una relación: a Carmen la descuidamos, como el gobierno de México descuida a tantos que en nuestro país viven de milagro y apenas empiezan a preguntarse quién nos cuida, quiénes somos y en dónde nos hemos venido a asentar.