quí, en la ciudad de México, alrededor de las 12 del otro día, mi hermana y yo caminábamos por la estrecha acera arbolada hacia el museo, como si estuviéramos siguiendo a una familia de cuatro que caminaba enfrente de nosotras. La mamá y la joven hija, ambas de falda larga de lana en verano, se fueron quedando atrás, cuchicheando con los brazos entrelazados mientras mi hermana trataba de adelantársele al papá, de abrigo y sombrero negros, y el hijo, los dos con mechones rojos y rizados que les colgaban en trenzas como patillas cortas sobre las orejas.
El papá llevaba de la mano al hijo, un preadolescente con los ojos dirigidos a sus zapatos y con la cabeza agachada, como si fuera ciego o la luz le molestara, o como si lo acabaran de sermonear por algún motivo insignificante, pues no lloriqueaba, y estuviera sumido en una lamentación o en una oscuridad profundas. Cuando percibió el paso de mi hermana a su derecha, buscó su mano con inquietud pero sin alzar la cara, parecía urgido del contacto con el bulto que lo rebasaba del lado de la barda, como si no fuera suficiente sostén y compañía que su papá lo llevara de la otra mano, a su izquierda, del lado de la calle. Por instinto, mi hermana tomó entre las suyas la pequeña mano que la buscaba, que la necesitaba, al tiempo que volteaba para ver con qué mirada veían los padres el gesto del chico, de piel muy blanca, al que ella respondía y que había atendido sin pensarlo.
Animados, el papá, la mamá y la hija explicaron Es autista
, y con una sonrisa agradecieron la respuesta inmediata y cálida de mi hermana, que acariciaba la mano del chico, quien, al advertir la confusión que había creado y en la que había caído, pegó la frente al costado de su papá, debajo de su brazo, sobrecogido de timidez.
Entonces mi hermana y yo fuimos quienes empezamos a rezagarnos, deseosas de que la familia nos pasara y visitara el museo sin que nosotras los estorbáramos y les recordáramos el incidente de la mano. Sin embargo, en alguna de las salas interiores, en la que se exhibían instrumentos musicales y aparatos de sonido antiguos, volvimos a cruzarnos con el autista que, al ver a mi hermana, esta vez se ocultó contra el pecho de su mamá. La señora de nuevo agradeció a mi hermana su inclinación maternal, pero no oí con qué intercambio de palabras, pues el deseo de abrazar al niño me tenía absorta.
Había leído en la prensa el caso de otro autista, un escocés hoy educador veinteañero que se desenvuelve de forma autónoma en la vida. Su mamá, Nuala Gardner, cuenta su historia en Un amigo como Henry. A su hijo lo diagnosticaron mal y pasó sus primeros años en desconcierto, pues lo aterraba hablar y tratar con la gente, que a él le parecía que hablaba demasiado y le mostraba expresiones faciales excesivas y excesivamente confusas. El chico, Dale, vivía encerrado en sí mismo cuando no se autolesionaba. Su salvación fue Henry, un perro terapeuta al que abrazaba continuamente, una presencia cercana hasta en tamaño e incondicional, en la que confiaba y con la que se comunicaba sin miedo, tanto así que la mascota se convirtió en su intermediario vital con el exterior. Dale empezó a hablar con el perro, y sus padres con él a través del perro, pues aprendieron a imitar sus sonidos hasta lograr que el hijo hablara directamente con ellos.
En un principio Nuala Gardner se vio obligada a recurrir a la imaginación con tal de atravesar toda barrera y acercarse al hijo. Para que el niño le perdiera el miedo al sarampión, salpicó al perro de salsa de tomate. Pero ya conocedora comparte sus hallazgos y promueve el entrenamiento de perros terapeutas.
Hace años se sentó a mi lado en primera fila en un auditorio repleto un niño con una oveja negra de plastilina en las manos. Me sonreía, y yo le sonreía, hasta que un joven, que flanqueaba del otro lado a mi compañero de butaca y que se identificó como su hermano mayor, me explicó que su hermanito era autista y que, como admiraba al autor que impartiría la conferencia, le había hecho esa figura para regalársela, pues la lectura de un libro suyo de fábulas había sido el medio que a él lo había puesto en contacto con el exterior. Apenas entregaran al conferenciante la pequeña escultura negra, el mayor regresaría al menor al hospital, pues le habían permitido salir sólo para dar las gracias a su beneficiario insospechado.