uego de las declaraciones de la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Cristine Lagarde, sobre la inminencia
de una nueva recesión económica de escala mundial, los mercados bursátiles europeos vivieron ayer una nueva jornada de descalabros, con caídas desde 2.82 por ciento (Lisboa) hasta 5.28 por ciento (Francfort). Por su parte, la Bolsa Mexicana de Valores cerró actividades con una baja del 3.57 por ciento, la segunda peor en lo que va del año.
Las advertencias del FMI –a las que se han sumado las del Banco Mundial y académicos destacados en materia económica– parecen fundadas en datos sólidos, como la pérdida de dinamismo en las economías europeas, el estallamiento de una crisis de deuda soberana en naciones como Grecia, Italia, Portugal y España, y los ineficaces resultados de las medidas de Estados Unidos para reducir el desempleo, que se mantiene en niveles superiores a 9 por ciento.
En todo caso, lo que se puede reprochar al FMI no es el diagnóstico realizado en horas recientes por su titular –análisis que parece plausible, si bien no inevitable–, sino el doble discurso con que ese organismo financiero se ha venido conduciendo: ahora, ante los barruntos de un recrudecimiento de la crisis mundial, Lagarde pide que los gobiernos ajusten sus planes de austeridad a la nueva situación
e incentiven el consumo interno en sus economías; pero, por otra parte, ese mismo organismo ha porfiado en imponer planes de rescate y medidas de choque a naciones europeas pobres, que contradicen lo solicitado por la ex funcionaria del gobierno francés: casos emblemáticos son el de Grecia, cuya población ha sido sometida a una nueva escalada de sacrificios a cambio de ayudas financieras para su gobierno, y el de España, país que presenta el mayor desempleo de la Europa comunitaria y en el que avanza la pretensión de elevar el control del déficit y el endeudamiento públicos a rango constitucional, lo que ataría de manos a las autoridades presentes y futuras para utilizar el presupuesto como instrumento de política económica y social, y como herramienta de defensa de las mayorías frente a la crisis.
Ninguna de esas medidas ha logrado tranquilizar a los mercados ni desactivar el riesgo de una recesión: por el contrario, la actitud omisa e irresponsable con que se han conducido las autoridades económicas del planeta a la hora de adoptar soluciones de fondo –esto es, el cambio en el modelo económico vigente, la adopción de medidas para estimular las economías internas y la aplicación de controles a los grandes capitales– desemboca en la inestabilidad financiera actual, en la proliferación de la inseguridad económica y el agravamiento del riesgo de la crisis.
Por desgracia, el panorama para México no puede quedarse al margen de los malos augurios que prevalecen a escala mundial. Ayer, el titular de Hacienda y Crédito Público, Ernesto Cordero, reconoció que la economía del país atraviesa por un periodo de desaceleración, pero insistió en la supuesta solidez
del país para resistir los embates provenientes del exterior. La realidad es que en los años previos al actual recrudecimiento de la debacle económica, poco o nada se ha hecho para dotar al país de mecanismos de desarrollo y crecimiento propios, para garantizar una mínima protección de la población, ni para reorientar la economía nacional en un sentido distinto del que dicta el llamado Consenso de Washington. En tal circunstancia, es dable suponer que el supuesto blindaje financiero que, según la administración calderonista, ha adquirido el país en los años pasados –cuya parte sustancial está integrada por las reservas internacionales del Banco de México– serviría ante todo, en el posible escenario de una nueva recesión económica, para tranquilizar a los capitales especulativos y a los inversionistas foráneos, no para asistir a la ciudadanía.
En tal situación, lo dicho ayer por Cordero cobra tintes más políticos que económicos. A lo que tendrían que consagrarse los gobiernos del mundo en el momento presente –y el de México no puede ser la excepción– es a tomar medidas orientadas a proteger a los sectores más inermes de sus respectivas poblaciones, ante los conocidos impactos carestía, desempleo, multiplicación de la miseria– de un nuevo desbarajuste económico global.