oronto, 9 de septiembre. El primer día del festival no ha empezado a todo vapor como ocurría en años anteriores, al menos en lo que a funciones de prensa e industria se refiere. Quizás la costumbre de echar varios títulos fuertes el primer jueves resultaba contraproducente dado que el grueso de los acreditados acostumbra llegar a partir del fin de semana.
No obstante, la muy azarosa programación de dichas funciones permitió ver The Love We Make (El amor que hacemos), documental de Albert Maysles y Bradley Kaplan, sobre cómo Paul McCartney, con un poco de ayuda de sus amigos, se dispuso a organizar un concierto de beneficencia en favor de los bomberos y la policía de Nueva York, un mes después de los ataques terroristas del llamado 9/11.
Maysles fue el primer documentalista que filmó a los Beatles en su primera visita a Nueva York, en 1964, y parecía la persona ad hoc para seguir ahora a McCartney con un equipo similar –una cámara de 16 mm., película en blanco y negro– mientras prepara el concierto, asiste a varias entrevistas de promoción y ensaya con la banda que había tocado en su anterior disco. Dado que el propio músico funge como productor ejecutivo del documental, no hay elemento alguno que pudiera sugerir una perspectiva crítica. El McCartney que se quiere publicitar es un hombre afable, paciente hasta con sus fans más rogones, muy cómodo con su fama y dueño de una energía formidable. Al margen del trabajo de RP, lo que se comprueba es su reputación de ser el Beatle más chambeador. Hasta donde muestra The Love We Make, McCartney no parece tener un botón de apagado. Siempre está interpretando a Paul McCartney.
Tal vez lo más interesante del documental sea verlo interactuar con la gente más disímbola. Hay una improvisada junta de trabajo en la que conversa con Pete Townshend y Harvey Weinstein, uno de los organizadores del acto, mientras compone una canción, Freedom, para el mismo. Mientras tras bambalinas se aprecia cómo toda celebridad, por célebre que sea, agradece ser irradiado por una figura mítica que finge no estar conciente de serlo. Por ahí circulan Bill Clinton, Billy Joel, Jim Carrey, Harrison Ford y James Taylor, entre otros. También hay extractos del concierto mismo pero son breves. No es esta una película de concierto.
El realizador que ha manifestado otra forma más extrema de nostalgia es el iraní Amir Naderi, quien ha hecho Cut (Corte) totalmente en Japón para contar el sacrificio de Shuji (Hidetoshi Nishijima), cineasta incipiente, militante del cine clásico, que organiza un cineclub en la azotea de su edificio, visita las tumbas de los tres grandes –Kurosawa, Mizoguchi y Ozu– y proclama con un megáfono que el cine debe volver a ser una mezcla de arte y entretenimiento, y no ser una mierda como la que se vende en los múltiplex
. Por deudas de un hermano asesinado, el hombre se ve obligado a pagar una fortuna a un yakuza. Y en un martirologio para su causa, decide alquilarse como un punching bag humano.
Esa especie de manda a punta de madrazos le servirá a Shuji para rendirse de lleno a su cinefilia. Naderi es tan apasionado como su protagonista en apostar por una revisión y revaloración de lo clásico por lo que son constantes las escenas de títulos reverenciados por el director: Kwaidan, de Kobayasji; Más corazón que odio, de Ford, Mouchette, de Bresson; Sherlock Jr., de Keaton; La strada, de Fellini, y, claro, El ciudadano Kane, de Welles. Uno participa del entusiasmo –y la edad, tal vez– del cineasta con el pensamiento casi instintivo que dice: Ahhh, eso sí era cine
.