principios de septiembre acudí, en Buenos Aires, a un seminario organizado por Nueva Sociedad y auspiciado por la Fundación Friedrich Ebert, de la socialdemocracia alemana, destinado a examinar el ambiente en que se desarrollarán, en lo que resta del presente y en el próximo año, los trabajos del Grupo de los 20, foro central de concertación económica y financiera multilateral, como él mismo se proclamó. Al margen de la reunión, realicé unas visitas a Montevideo y Santiago para conversar con académicos, legisladores y funcionarios sobre su apreciación del G-20, sus desafíos y opciones. Tanto los debates de Buenos Aires como los intercambios en las otras ciudades estuvieron recorridos por una profunda desazón e inquietud. Éstas eran algo más que el reflejo de las reacciones fronteras con el pánico que han marcado a los mercados financieros, sobre todo en Europa, desde principios de julio. Cuando alguno de los participantes en el seminario se quejó del tono más que pesimista de muchas intervenciones, otro recordó que todo pesimista no es sino un antiguo optimista que se ha informado mejor. En general, las cuestiones discutidas corresponden a tres órdenes de ideas: las relativas a la influencia de la cada vez más deteriorada situación de la economía y las finanzas mundiales en el contenido y alcance de los debates del G-20 en Cannes este noviembre y, en un momento no determinado de 2012, en México; los posibles contenidos de una agenda positiva
que permita al grupo ver más allá de la muy desalentadora coyuntura y tratar de incidir en una reactivación que abata la desocupación, quizá en la segunda mitad del decenio y, finalmente, la forma en que los tres miembros latinoamericanos del G-20 podrían responder a las expectativas de los demás estados de la región, que no tienen parte alguna en sus deliberaciones. Tres asuntos determinantes de la percepción que se tenga del G-20 desde el sur.
Este verano que concluye ha sido calamitoso para la economía y las finanzas del mundo. La información es conocida: en los países avanzados la actividad económica se debilitó y se aproxima a una recesión que reaparece o persiste; los niveles de desempleo no se reducen en medida apreciable y sus características, con mayor desocupación juvenil y de largo plazo, los hacen aún más dañinos y difíciles de revertir; las instituciones financieras rescatadas con fondos públicos se encierran en sus propios juegos especulativos y dejan de ocuparse de su función primordial de financiar el desarrollo. Del lado de las economías emergentes, el dinamismo se atempera, por propio designio –como en China, que decide evitar un improbable sobrecalentamiento y endurece la política monetaria– o por efecto del empeoramiento de la coyuntura global. Entonces, los emergentes pierden capacidad para sostener el crecimiento global.
Los frentes de la crisis, al tiempo que se multiplican, se fragmentan, lo que hace más difícil la acción multilateral coordinada. En Estados Unidos, un presidente acosado lanza un llamado in extremis a la racionalidad elemental de otorgar prioridad efectiva al combate al desempleo por la vía de la reactivación y la inversión pública y se esfuerza por hacer aceptables sus propuestas, acotándolas y debilitándolas de antemano. Es probable que no logre imponerse a la fanática oposición del Tea Party y su rehén, el Grand Old Party republicano. En Europa, los intereses de la Unión y el destino del euro continúan subordinados a las exigencias políticas nacionales inmediatas, como ocurre en Alemania, o a la grosera catástrofe de ingobernabilidad que se apodera de Italia, con lo que se cierra el espacio a las iniciativas de largo aliento.
En estas condiciones, es difícil esperar que el G-20 pueda ocuparse de otra cosa que responder a una coyuntura tan crítica como en la que, hace justamente tres años el día de hoy, se dio la quiebra de Lehman Brothers. A pesar de esto, el G-20 cuenta con la opción de reconocer la realidad del momento y definir para sus miembros –y para los demás que quieran seguirlos– una nómina de acciones de política que ofrezca la promesa de hallar de nuevo el camino adecuado: un menú de políticas y acciones anticíclicas que asegure la reactivación y la creación de empleos, dejando de lado, por el tiempo necesario, la obsesiva e infundada preocupación con el equilibrio fiscal. Puede también, desde luego, emitir declaraciones tan grandilocuentes como vacías y dejar que las aguas sigan su curso, aunque sea claro que éste conduce al despeñadero.
El menú de opciones de política es también muy conocido. Es el momento de estimular la actividad y el empleo, no el de preocuparse por la inflación, los déficit o la deuda. Políticas monetarias y fiscales expansivas y diseñadas específicamente para elevar al máximo el número de nuevos puestos de trabajo creados. El dinero público a la renovación y ampliación de infraestructura; a estimular la generación de empleos por las empresas privadas y a asociarse al capital privado en asociaciones productivas genuinas. Por encima de sus limitaciones autoimpuestas, el segundo paquete de Obama, que acaba de anunciarse, marca un rumbo que puede ser seguido, mutatis mutandis, en muchos otros países, México entre ellos, por cierto.
La conducta de los tres miembros latinoamericanos del G-20 es vista con enorme desencanto en los países del sur. Se reconoce que, formalmente, ellos no están ahí como representantes de la región. (Entre paréntesis, si se habla de formalidades, el G-20 es un grupo que, en términos de derecho internacional, no existe.) Se esperaba, sin embargo, una actitud más abierta a recoger, examinar e impulsar temas de interés para la región, con un enfoque regional. Se esperaban consultas abiertas y francas, no sólo con los gobiernos sino con órganos de la sociedad civil. Se esperaba y aún se espera que la primera presidencia latinoamericana del G-20, que correspondió a México en la peor de las circunstancias –aterradora coyuntura de seguridad pública, que es vista con incredulidad y conmiseración; difícil coyuntura electoral que, por lo menos, distrae; difícil coyuntura económica que, por lo menos, resta credibilidad; proclividad a asumir las posiciones más favorecedoras del sector financiero en desmedro de los productivos; incapacidad de generar iniciativas innovadoras–, signifique alguna diferencia en el sentido de reconocer que el mundo no se constriñe al G-20.