ueden verlo en Youtube –si antes no bajan el video–, en youtu.be/UdiQ4PWIPuU. La exclamación burlona revienta justo después de que el señor del balcón ha terminado de emitir unos vivas compactos, con la nómina de héroes patrios reducida al mínimo indispensable, casi a una comisión de ellos. Abajo, entre la gente rala que ha llegado hasta el Zócalo, la exhortación es respondida con rechiflas, y gritos de ¡buuuuu!
y de ¡culero!
, pero conforme avanza la enumeración de nombres propios, el gentío se disciplina y corea los vivas. Pero en cuanto el hombrecito de la bandera culmina sus gritos y antes de que accione la campana, alguien complementa: “¡Viva El Chapo!”
Es claro que no se trata de un narcogrito, sino de un chistorete de gusto horrible, pero igual lastima y duele: el mote del criminal de grandes vuelos, el hombre al que muchos dan por narco favorito (y, por eso, incómodo) de dos sexenios, el que se fuga con Fox y se empodera con Calderón, aparece incrustado entre los nombres de Hidalgo, Morelos, la Corregidora, Allende, Aldama y Matamoros. Después de la independencia y del topónimo que nos identifica, “viva El Chapo”.
Cómo saber si el dueño de esa voz anónima quería sólo pasarse el ceremonial por el arco del triunfo, o si se sintió insultado, a su vez, por la vacuidad y el extremado descaro de los exhortos cívicos que caían del balcón presidencial, y decidió ser espejo del cinismo patente en ellos, o si algo sabe sobre el tema y se tomó la libertad de especular sobre lo que en realidad quería gritar el gobernante, o si sólo estaba borracho.
Unas horas antes, esa mañana, Calderón anduvo hablando de las virtudes de la democracia, de la pertinencia de contar los votos, de la necesidad de evitar que el poder público haga campaña por uno de los candidatos. Todo mundo recuerda su imposición en el cargo haiga sido como haiga sido, menos él, que ya la olvidó. Y luego, por la noche, se le escuchó gritar vivas a la independencia nacional; a él, que tanto se ha esforzado –y con tan buenos resultados– por destruirla; a él, que ha sido más entreguista que todos sus antecesores juntos; a él, que vía García Luna endosó los servicios de la inteligencia mexicana a las dependencias gringas de espionaje; a él, que rescata con nuestro dinero empresas especuladoras españolas en problemas. A él, que firmó la Iniciativa Mérida para someter a las fuerzas policiales y militares del país a los designios del gobierno de Washington, aliado de todos los bandos en la guerra que se desarrolla en México.
El exasperante cinismo social que se expresó en ese botón de muestra, la noche del 15 de septiembre en el Zócalo, es uno de los saldos del proyecto político-económico que le fue impuesto a México a partir de los años 80 del siglo pasado. Desde las cúpulas institucionales es posible promover valores en la sociedad, pero también miserias, y no sólo económicas. Durante tres décadas se ha sometido a México a una sistemática obra de demolición que ha sido presentada como construcción de una nación mejor. El régimen –en su advocación tricolor o o en la blanquiazul– se ha empeñado en inculcar en la población el desdén por los otros, la deconstrucción de los principios gregarios y el vaciamiento de sentido de la historia nacional. El máximo homenaje oficial a los próceres independentistas consistió en revivir el escarmiento realista de la exhibición necrofílica de sus cráneos.
Cuando Salinas de Gortari se toma la molestia de criticar el neoliberalismo que él mismo impuso a sangre y corrupción en el país, cuando se nos dice que nos están matando por nuestro propio bien, cuando se afirma que la economía nacional está sólida y marcha por el rumbo correcto, ya se puede incluir los nombres de uno que otro narcotraficante en el listado de héroes que nos dieron patria.
Para contrarrestar ese cinismo se requiere de mucho esfuerzo y de una actividad que va más allá de la lucha estrictamente política. Por ejemplo, contar día a día, en todos los ámbitos del país, la historia nacional, restituirle su sentido, vincular las gestas de la Independencia, de la Reforma y de la Revolución, con el momento actual. Y como el sistema educativo y el aparato propagandístico del Estado están, al igual que el conjunto de la institucionalidad, secuestrados por la reacción delictiva, el trabajo debe hacerse desde abajo. La verdadera educación pública –de niños y de adultos– depende de la capacidad de la sociedad para organizar esa tarea necesaria.
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