ace poco estuve en Saltillo, en ocasión de la Feria del Libro, muy frecuentada por jóvenes y niños, dato estimulante y que en medio de la desolación en que vivimos permite cierto optimismo. Desembarqué en Monterrey para ir a Saltillo, trayecto que realicé con bastante temor. Hermoso es el camino del desierto, lleno de cactos y palmeras de todos tipos: las datileras, las que producen el cabuche, las que parecen bacantes desaforadas.
Hablo sobre todo con los distintos choferes que me trasladan del aeropuerto o de un lado a otro de la ciudad, me muestran con orgullo el despliegue de puentes y nuevas carreteras que de manera eficiente mejoran las comunicaciones dentro y fuera de la ciudad, poco o nada se habla de la enorme deuda pública generada en la región; me explican que el nuevo gobernador, hermano del ahora presidente del PRI, ha sido elegido por voluntad popular. Cuando pregunto si se vive con miedo uno contesta que hay que atenerse a las circunstancias, pero que dentro del caos que vive la región, Saltillo es la ciudad más segura, mucho más que Torreón o Monterrey; pero agrega, “hay que vivir preparados’, un amigo suyo salió con su familia a un día de campo y una bala perdida mató a uno de sus hijos.
Después de mi conferencia, voy a un barecito, en un barrio popular, se llama la Bodeguita del Che
, lleno de retratos de todas las etapas de su vida; se come y se bebe bien, el ambiente es agradable y, con todo, estoy en ascuas, me preparo para algún desaguisado y me sobrevienen recuerdos, como cuando en los años 80 del siglo pasado estuve en Belfast tomando una cerveza con amigos, en esa época en que el terrorismo era moneda común y corriente allí y uno de los comensales comentó con tranquilidad, como quien ve llover, que dos días antes había habido varios muertos por una balacera en ese mismo lugar. Recordé asimismo una de mis visitas a Bombay, en el Hotel Taj Mahal que parecía inexpugnable y dos semanas más tarde sufrió un sangriento atentado. Regreso aliviada al hotel, aunque a la mañana siguiente tenga que volver a recorrer la carretera rumbo a Monterrey, una bella carretera recién inaugurada, y debamos pasar por Apodaca, por donde pasé unas semanas atrás y donde habían colgado en un puente a dos jóvenes para luego acribillarlos a balazos: los acusaban de haber matado a dos mujeres y de haberlas descuartizado. Es dificil acostumbrarse a estos violentos lenguajes, aunque quizá es aún más grave aceptarlos como hechos necesarios, ¿como el que acaba de suceder en Veracruz?
¿Cómo explicarlo? Inscribo aquí un fragmento de un lúcido discurso pronunciado en Sidney en 2004 por la escritora india Arundhati Roy, autora de un bello libro intitulado El dios de las pequeñas cosas, en ocasión de habérsele otorgado el Premio de la Paz. Tiene una oculta conexión con lo que escribo:
“Hoy, no es sólo la justicia, sino la idea de la justicia lo que está bajo ataque. El asalto contra los sectores vulnerables, frágiles, de la sociedad es tan plena, tan cruel y tan inteligente que su mera audacia ha erosionado nuestra definición de la justicia. Nos ha forzado a no ser tan ambiciosos y a reducir nuestras expectativas. Aun entre los bien intencionados, el amplio, magnífico concepto de la justicia gradualmente es sustituido por el reducido, mucho más frágil discurso de los ‘derechos humanos’.
Este es un alarmante cambio de paradigma (...) Es un proceso de desgaste. Casi inconscientemente, comenzamos a pensar en justicia para los ricos y derechos humanos para los pobres. Justicia para el mundo empresarial, derechos humanos para sus víctimas. Justicia para los estadunidenses, derechos humanos para los afganos e iraquíes. Justicia para las castas superiores indias, derechos humanos para los dalits y adivasis (si es que llegamos a eso). Justicia para los australianos blancos, derechos humanos para los aborígenes e inmigrantes (la mayoría de las veces, ni eso).