unque parezca aún lejana la sustitución del Poder Ejecutivo, muchas personas se preguntan cómo va a enfrentar el venidero al más agudo de los problemas, el de la alta criminalidad que nos asfixia y que Calderón, a cada paso y nuevas decisiones, deteriora aún más, sobre todo en la sensibilidad popular.
Verdadero reto, tal vez como nunca, encarar este flagelo. En otras ocasiones las crisis han sido políticas, como la salida de Díaz Ordaz, o financieras, como con Echeverría y López Portillo. A un año es imposible predecir cómo será la situación económica, tan subordinada a la mundial, pero sí es predecible que la crisis de gobernabilidad/imperio de la ley/armonía social será más aguda que lo que es hoy.
Se va consolidando la idea de que lo primero a iniciar por ineludible y base de todo lo demás, independientemente de sus tiempos de maduración, serían fortísimas campañas destinadas a disipar la impunidad y la corrupción. Deben ellas entenderse como parte de lo que sería un deber máximo de gobierno: reconstituir la cohesión social, la adhesión de cada uno al interés nacional como reparación de un mal común. Un producto de la crisis de seguridad, además de muchas cosas, es el individualismo, el egoísmo intolerante, el olvido del significado del término nosotros como única vía de solución.
No habrá esfuerzo eficaz si se basa en el estanco del oficialismo o si se confía, como ha sido usual, en programas sociales sin un muy inteligente llamado a la renovación de la cohesión social, esto es, sin toda una política de Estado. El individualismo en que estamos hundidos, el egoísmo y la voracidad, son el principal enemigo a derrotar para poder avanzar en cualquier programa de renovación de la esperanza y de la armonía social.
El examen de las teorías sociopolíticas que hoy debieran ir rumbo al abandono, esclarece por qué con ellas los pueblos no sólo no alcanzaron la justicia social, sino que ni siquiera pudieron mantener y fortalecer el clima indispensable para el progreso. Entonces, cualquier avance hacia una engañosa modernidad no es aceptable si no admite que debe implicar armonía social vía la equidad y la justicia.
Para todo ello habría que consentir también que, gracias a algunas características inconfundibles, como el individualismo, el conformismo, el desentendimiento, la mediocridad, la impotencia para generar adhesiones, habilidades para ejercer un liderazgo, expandir y confiar en las redes sociales y muchos otros factores más de tipo moral, político y social, no será posible avanzar hacia buen puerto y pronto en la reconstrucción del estado de derecho sin un programa simultáneo de renovación social.
La tradición mexicana de gran compromiso social, cohesionante, solidaria, hoy casi en abandono por las clases sociales medias y superiores, debe ser recreada.
Han operado muchos factores en su contra, todos ellos con el denominador de la falta de advertencia sobre su carácter de indispensable por parte de las dirigencias de toda naturaleza.
El hombre por sí mismo nunca tendrá una actitud plenamente altruista que lo lleve a actuar desinteresadamente por completo. El egoísmo es propio del ser humano, pero del primitivo, contrario al interés social y, por tanto, de la armonía general, y no puede lograrse sólo mediante el automatismo de las acciones del ciudadano independiente, al margen de una gran dirigencia.
Al nuevo dirigente nacional se le demandará carisma, cultura cívica, plena aceptación de lo antes argumentado, un programa especialmente diseñado y un terrible empuje.
Hay que acabar con la simulación, la superficialidad; se debe ir al fondo o los graves problemas subsistirán. Hay que imaginar y crear al nuevo mexicano.