í a un joven lamentarse con otro porque los mayores próximos a él iban muriendo uno tras otro. Que su confidente no lo compadeciera ni le hiciera comentario alguno, me hizo pensar que la sensación de abandono del primero se debía a su caso personal, pues para el otro la situación planteada no parecía ameritar ni siquiera un gesto de consuelo. O tal vez a este segundo muchacho no se le había muerto ningún mayor próximo a él y de ahí que no pudiera imaginar lo que sentía el atormentado, o se le habían muerto tantos, y quizá desde cuando él era todavía menor, que para él la muerte de los mayores ya no se trataba más que de una circunstancia natural, advertir cómo iba muriendo la gente mayor a su alrededor.
Creo que no hay edad ni condición que determine quién padece y cuánto la muerte de sus seres queridos o quién la toma con naturalidad. Y sólo hablo de cómo alguien puede experimentar la pérdida de un ser querido, pero no la muerte de cualquier otra persona en general, natural o antinatural, pues esta reflexión merece su propio espacio.
Consideraría que a medida que uno mismo envejece la muerte de las personas cercanas a él lo afectan, sin duda, pero, aun cuando lo sorprendan, no le sorprenden.
No me explico lo que me sucede a mí, que cuando visito a personas enfermas y en sus tardíos ochentas o noventas tengo la impresión de que me entrevisto con muertos, como si al acercarme a ellas tuviera la misión extraña de ponerlas al tanto de las novedades de un mundo que ellas ya hubieran dejado atrás. Lo cierto es que me parecería falto de tacto actualizarlas de sucesos o cambios que las hicieran lamentarse de lo que se perdieron. Si me arrebata el impulso de comunicarles algo que a mí me maraville, procuro atenuarlo o restarle importancia. Tampoco profundizo delante de ellas sobre el horror, no porque tema hacerlas agradecer que ya no lo padecen, sino porque temo que piensen que les echo en cara la herencia que nos dejaron a los que seguimos vivos.
En este sentido, de un tacto quizás extremo, vacilo entre comunicarles o no la muerte de conocidos comunes. Si son de su edad o mayores que ellas, porque parecería que les indicara lo natural que sería que ellas mismas siguieran ese camino; y si son menores, porque parecería que les indicara lo antinatural que es que ellas demoren en seguirlo.
Hace unas semanas, me encontraba en una de estas falsas visitas a cementerio, cuando sin aviso la persona nonagenaria enfrente de mí se refirió al correo electrónico. Su hija la había puesto al tanto de lo fácil que era hoy escribir y despachar (ella todavía usa este vocablo) una carta, así como de lo inmediato que era recibir una respuesta. En un principio yo no percibí en qué tono me pudiera estar comunicando sus impresiones sobre estos adelantos de la tecnología, de modo que me limité a confirmarle por educación más que por desapego sus postulados, en cuanto a lo fácil y velozmente que ahora se desarrollaba la correspondencia. Pero en eso añadió que entonces ya no era necesario buscar papelería especial para carta, ni desplazarse a la oficina de correo, ni pesar un pequeño sobre, ni determinar cuánto costaría el timbre que habría que pegarle encima, ni decidir cómo enviar la carta, si por vía terrestre, aérea o marítima. Pero quería decirme algo más, con y por la forma en que alargaba las palabras, la suavidad con la que las pronunciaba, la mirada que dejaba perderse en la distancia. No tuve que tantear mucho en este otro lenguaje para interpretar que para ella el correo electrónico no era un adelanto. A mí me gustaba esperar una respuesta. ¡Y reconocer la letra! No era necesario escribir el remitente
, se explayó.
José Miguel Varas tenía 83 años cuando me escribió la última carta que recibiré de él, pues me entero de que acaba de morir este 22 de septiembre, en Santiago de Chile. Aunque desde hace años nos carteamos por correo electrónico, la que digo fue escrita a máquina y enviada por correo aéreo a mi dirección postal. Por vía electrónica, me comentó: Tengo la impresión de que no has recibido una carta de verdad que te envié por correo hace ya tiempo, pero no me asombra cualquier tardanza: ¡llegará! (Quizás.)
Llegó, junto con una hoja muerta que había recogido de la acera mientras hacía su caminata diaria por el barrio en el que vivía que, me había comentado, era muy arbolado.