l embajador de México en Washington, Arturo Sarukhan, dijo ayer que el envío de tropas estadunidenses al país no está sobre la mesa
de negociaciones, en referencia a declaraciones formuladas el pasado fin de semana por el gobernador de Texas y precandidato presidencial Rick Perry, quien se dijo dispuesto a adoptar una medida semejante para “trabajar en coordinación con ellos (los militares mexicanos), a fin de eliminar los cárteles de narcotraficantes y mantenerlos alejados de nuestras fronteras”.
En rigor, lo dicho por Perry –célebre, entre otras cosas, por su proclividad a movilizar fuerzas militares a lo largo de la frontera de su estado con territorio mexicano– no es nuevo. En febrero del año pasado, por ejemplo, el subsecretario de Defensa Joseph Westphal se refirió a la posibilidad de enviar soldados de su país al sur del río Bravo, en caso de una derrota del gobierno ante lo que llamó una forma de insurgencia
de los cárteles del narcotráfico (La Jornada, 9/2/11), y un día después la secretaria de Seguridad Interna del país vecino, Janet Napolitano, amenazó a esos grupos delictivos con responder muy, muy vigorosamente
si llevaban a territorio estadunidense esta guerra
(La Jornada, 10/2/11).
Las declaraciones referidas habrían sido impensables, o cuando menos escandalosas, hasta hace un lustro. Por desgracia, se formulan en el margen que les otorga la catástrofe por la que transita México en materia de seguridad y control territorial, y ocurren cuando en nuestro país operan ya agencias policiales estadunidenses con la aprobación de las autoridades mexicanas, si no es que a solicitud de éstas. En tal circunstancia, la presencia de fuerzas militares foráneas en territorio nacional empieza a verse –o a publicitarse– como componente posible en los escenarios de solución de la actual crisis.
Más allá de las negativas del gobierno federal a tal presencia, ciertamente inadmisible desde cualquier postura con mínimo sentido nacional, es claro que el desastre en que ha desembocado la guerra declarada por la administración calderonista a la delincuencia organizada ha terminado por colocar a la soberanía nacional en una precariedad sin precedente en casi un siglo. Por añadidura, la descomposición institucional y los desgarramientos del tejido social inducidos por la estrategia de seguridad en curso dificultan una respuesta social coherente y contundente a las cada vez más desembozadas propuestas de intervención por parte de diversos políticos y funcionarios estadunidenses.
Se requiere, pues, remontar la desastrosa situación de descontrol delictivo, y es cada vez más claro que para lograr tal objetivo resulta necesario abandonar la percepción oficial, superficial y equívoca, del fenómeno delictivo, y su expresión práctica, la política de seguridad en curso. Desde los más diversos ámbitos de la sociedad se han planteado un conjunto de acciones que resultarían más eficaces para combatir a la criminalidad en forma más eficiente que la actual. Así sea en interés de la soberanía nacional, es impostergable escuchar esas voces.