ecenas de miles de griegos se sumaron ayer a una huelga general –la quinta en lo que va del año– convocada por las dos principales centrales sindicales del país, y que conllevó el cierre de oficinas fiscales, colegios y museos, la suspensión de actividades en el transporte ferroviario y la cancelación de 400 vuelos nacionales e internacionales. En Atenas, en la céntrica plaza Sintagma, cientos de personas protagonizaron enfrentamientos con la policía, que arrojaron un saldo preliminar de dos heridos. La violencia, en todo caso, fue mucho menor que la que se vivió en esa misma plaza en junio pasado, cuando los choques entre los inconformes y las fuerzas del orden se saldaron con al menos 100 personas lesionadas.
El trasfondo general de estas manifestaciones es un descontento generalizado contra las políticas de austeridad adoptadas por el gobierno de Giorgios Papandreou, y exigidas por la llamada troika –el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Unión Europea– como condición para la entrega de ayudas financieras al régimen de Atenas: reducción del sector público, abatimiento de los niveles salariales (superior a 40 por ciento entre la burocracia) y desaparición de prestaciones sociales, lo que ha implicado profundizar el desempleo y provocar una grave caída de los niveles de ingreso, de consumo y de vida en general. Ni los directivos del FMI ni las autoridades de Bruselas toman en cuenta la zozobra y la precariedad que agobian a millones de griegos y siguen exigiendo al gobierno de Atenas que, ante el previsible incumplimiento de los objetivos macroeconómicos fijados –la reducción de una deuda y un déficit público astronómicos–, adopte medidas que implican un sacrificio adicional de las mayorías: por no ir más lejos, el pasado martes los inspectores de la troika demandaron a autoridades griegas la desaparición del salario mínimo en ese país –actualmente fijado en 540 euros, uno de los más bajos de la Europa comunitaria–, y en el Parlamento de Atenas se plantea discutir, a partir de hoy, un proyecto de ley que reduciría la plantilla en el sector público en 30 por ciento, así como una nueva oleada de rebajas en sueldos y pensiones.
La Grecia contemporánea es un ejemplo claro de los límites y del carácter desestabilizador del dogma económico vigente. En tiempos de crisis, la aplicación de la ortodoxia y la disciplina fiscal pregonadas por los organismos financieros internacionales devasta la economía y desgarra el tejido social, deja a la población a merced de los vaivenes del mercado, minimiza las perspectivas de intervención estatal y desemboca, tarde o temprano, en pérdida de paz y de estabilidad política.
Por otra parte, si la aplicación de tales medidas genera afectaciones sociales y económicas tan severas en una nación perteneciente a la Unión Europea, es lógico suponer que las consecuencias de un plan similar serían mucho más devastadoras en un país como el nuestro, donde los efectos de la más reciente crisis planetaria aún vigente se suman a la catastrófica deuda social dejada por tres décadas de neoliberalismo y por el abandono de las obligaciones del Estado en materia económica, social y de seguridad pública.
En un contexto marcado por los indicios de una nueva recesión económica mundial, mal haría el gobierno mexicano en no verse en el espejo griego. La dramática y dolorosa situación que vive ese país es un indicador más de la necesidad y la urgencia de modificar el vigente modelo económico, y de adoptar medidas que contribuyan a reactivar el mercado interno, a reducir el desempleo, a fortalecer los salarios y a revertir la depauperación de grandes sectores de la población. De otra manera, es posible que en no mucho tiempo nuestro país se vea envuelto en una desestabilización de magnitud semejante o peor a la que sacude hoy a la nación helénica.