Drogas: política social y gobierno honesto
a mayor parte de los lavacoches son honrados y la mayoría de los presidentes nos han salido rateros, o sea que la pobreza no conduce en automático a la delincuencia y el éxito social no garantiza la honradez. No todas las personas que se quedan sin empleo optan por dedicarse a la delincuencia, y no todos los delincuentes lo son por falta de oportunidades laborales en entornos lícitos. No hay, pues, una relación directa y mecánica entre las tasas de desempleo y los índices de criminalidad, como no la hay tampoco entre éstos y los indicadores que miden las carencias educativas, alimentarias, de salud, vivienda y servicios. Además, las cifras oficiales en el México contemporáneo están tan maquilladas que resulta muy osado inferir cualquier cosa a partir de ellas. Un ejemplo emblemático es el del desempleo abierto, que en este país, dicen, ronda el 5.20 por ciento: si el dato fuera representativo, habría que preguntarse por qué no llegan a las playas del Golfo hordas de náufragos miserables procedentes de España, en donde la cifra correspondiente anda en 20 por ciento, o por qué en la frontera norte no tenemos una invasión de desempleados desde Estados Unidos, cuya tasa de desempleo es casi del doble que la mexicana.
No puede, entonces, establecerse en términos cuantitativos una relación causal entre el prolongado deterioro de los niveles de vida de la población mexicana, y el estallido delictivo en curso. Pero el sentido común indica que la adopción de una política social orientada a garantizar el acceso de las mayorías a empleos dignos, alimentación adecuada, educación gratuita y de calidad y servicios de salud, transporte y esparcimiento, contribuiría a reducir en forma significativa la comisión de delitos y el engrosamiento de las filas delictivas con individuos carentes de cualquier otro horizonte de sobrevivencia.
Piénsese en todo ese universo de narcomenudistas, sembradores de amapola y mariguana, transportadores o camellos, carteristas, deshuesadores y vendedores de partes robadas, entre otros que no son, en su mayor parte, sociópatas, sino individuos a quienes la necesidad material ha empujado a violar la ley. Considérese a esos jóvenes que están en la piedra y en el chemo porque la sociedad no les ofreció otro sitio para estar. Concíbase por un momento qué posibilidades de consumo reales tienen los menudistas y los compradores de baratijas de contrabando –técnicamente, delincuentes ambos– en el comercio formal. Recuérdese la persistente canallada cometida por los régimenes de Salinas, Zedillo, Fox y Calderón contra comuneros, ejidatarios y pequeños propietarios del agro, muchos de los cuales no tienen más horizontes de subsistencia que la mendicidad, la emigración o la transgresión de los códigos penales.
En el mediano plazo, la construcción de un estado de bienestar, con prioridades orientadas a satisfacer las necesidades de la población en general y no a garantizar tasas máximas de dividendos para los grandes capitales, reduciría en mucho los recursos humanos de los que actualmente dispone la delincuencia en general, y el narco en particular, y contribuiría a restablecer el imperio de la autoridad en las regiones actualmente dominadas por el crimen organizado. Si la autoridad garantizara los derechos constitucionales al trabajo, la salud y la educación, y los ampliara a los servicios, la cultura y la recreación, muchas personas que hoy delinquen optarían, así fuera para evitarse los riesgos, por dedicarse a labores legales. No se trata únicamente de un dilema moral sino también de un cálculo costo/beneficio bastante obvio.
Los portavoces de la oligarquía gobernante tienen una variada panoplia de alegatos contra el estado de bienestar: desde que es populista
y demagógico
hasta que es contrario a las leyes del mercado mundial o que está fuera del alcance presupuestal del país. La razón de todos esos alegatos es que el negocio principal del gobierno oligárquico consiste en privatizar la riqueza y cualquier medida que tienda a socializarla, en esa lógica, significa pérdida.
Pero, incluso con un gobierno social y solidario en escena, sería necesario reorientar la estrategia de seguridad para reducir el narcotráfico a un nivel en el que no representara una amenaza grave para la seguridad nacional y la paz pública. En esa reorientación, las medidas más obvias consistirían en armarse de voluntad política para perseguir el lavado de dinero hasta los confines del sistema financiero –los bancos y la bolsa, hoy intocables–, sanear los aparatos administrativos que controlan las entradas y las salidas de la droga: fronteras, aduanas, puertos y aeropuertos, y orientar a esos puntos los empeños represivos oficiales.
Es un tanto grotesco observar el despliegue de transportes militares en el Periférico capitalino mientras los cargamentos de cocaína atraviesan con suma facilidad, tanto en las modalidades de importación como de exportación, las fronteras del país. Hay una inocultable mala fe en la siembra del mapa nacional con retenes peligrosos e intimidantes cuando, en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, policías federales y empleados de la transnacional de seguridad Eulen conspiran para permitir la salida de alijos de cocaína de 42 kilos con destino a Madrid, como lo reveló una investigación reciente. Hay que ser muy tontos para creer que los traficantes de precursores químicos y de seudoefedrina pueden realizar traslados masivos de sus mercancías sin complicidades bien cimentadas de personal aduanero. Tercera medida: la investigación y el desmantelamiento de las cadenas de corrupción que van desde policías rasos de todas las corporaciones hasta funcionarios de alto nivel. Por ejemplo.
Aunque la adopción de una política de bienestar social por el Estado mexicano y un manejo honesto y sensato de la estrategia de seguridad pública permitirían reducir el fenómeno delictivo a dimensiones manejables, no serían suficientes para acabar con el narcotráfico, porque si bien éste se nutre y fortalece en la pobreza, la marginación, la corrupción y las complicidades oficiales implícitas o explícitas, su razón de existencia no está en esos fenómenos, sino en la prohibición de una cantidad de sustancias sicotrópicas. En tanto la producción, el transporte y la comercialización de drogas ilícitas permita la obtención de utilidades de diez o veinte mil por ciento anuales, el narcotráfico seguirá siendo un destino atractivo para la inversión, como lo son el tráfico de personas, la explotación sexual de menores, el secuestro y el contrabando.
La eliminación de la lista de sustancias prohibidas es, pues, indispensable e inevitable. De manera periódica, diversos funcionarios de los gobiernos de México y de Estados Unidos afirman, además, que es inviable, y fuera de los ámbitos oficiales nos hemos acostumbrado a escuchar que la despenalización unilateral resultaría contraproducente, que agravaría la violencia y el descontrol, que conduciría al fin del mundo, etcétera.
Y como nadie argumenta la supuesta inconveniencia de suprimir lisa y llanamente la persecución oficial de las drogas, vale la pena imaginar qué consecuencias podría conllevar tal medida, adoptada en solitario por México, y en qué escenarios políticos y diplomáticos podría realizarse. Dejemos eso para la semana entrante.
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