obre la alfombra junta las figuras
de su rompecabezas infinito.
Y siempre falta una, sólo una,
y nadie sabe dónde está, secreta.
Octavio Paz
En los antiguos textos taoístas –Tao Te Ching, Chuang Tzu– se insiste una y otra vez que educar los sentidos es echarlos a perder. Así, por ejemplo, el gran poeta y monje trapense Thomas Merton, en su lectura, traducción, interpretación y reescritura de los capítulos centrales de Chuang Tzu, nos dice en su libro, Por el camino de Chuang Tzu (bien traducido al español por Antonio Resines que, entre otros, ha traducido también al español a Leonard Cohen): Entrenas tus ojos y tu visión anhela colores. Educas tus oídos y deseas sonidos deliciosos.
Estas sentencias son un corolario del Canto XII del Tao Te Ching: Los siete colores nublan los ojos. Las siete notas confunden al oído. Los mil sabores embotan el paladar.
Siguiendo esta línea de pensamiento o, mejor aún, esta manera fresca de ver el mundo, no queda más remedio que reconocer que un pintor tan bien educado visualmente como Vicente Rojo debe tener, a estas alturas de su vida, los ojos saturados por los siete colores. La educación de su mirada reconoce formas en todo lo que mira y anhela colores que no son sino el eco de una tradición. ¿De qué tradición estoy hablando? De la tradición de la pintura, no nada más de Occidente, pero, sobre todo, de Occidente. Para ser más preciso: la tradición de la pintura europea desde el Renacimiento hasta nuestros días, y particularmente aquella que se reconoce en los grandes nombres de los artistas visuales del siglo XX.
Vicente Rojo ha rendido homenaje a muchos de estos artistas en su anterior gran exposición, Correspondencias, que se presentó en 2009 en la Estación Indianilla. Un diálogo con –y un gesto de agradecimiento a– sus mentores. Y digo mentores porque no solamente las obras provenientes de las distintas artes visuales hacen salivar las pupilas de Vicente Rojo, lo inspiran a rendirles homenaje y lo mueven a poner manos a la obra, sino que aún las obras de escritores, músicos, directores de cine y hasta de filósofos e inventores, se ven traducidas en su trabajo en formas visuales de toda clase –pinturas, esculturas, cajas, objetos, obras mixtas, collages– que dan fe de su intensa y extensa educación visual.
Y tal vez ninguna obra da mejor testimonio de lo dicho que aquel cuadro que le dedicó a Paul Westheim. La carta que le pintó Vicente Rojo, constituye una verdadera autobiografía: un ensamble de tarjetas postales seleccionadas y reunidas a lo largo de toda una vida. Estas reproducciones de obras maestras que resuenan de manera especial con su sensibilidad y su manera de entender el oficio –verdaderas piedras de toque de las artes visuales de toda latitud y todo tiempo– han sido convocadas en esta obra hasta configurar un homenaje a la pintura y, a la vez, un autorretrato. Una meta-pintura que es, por sí misma y de propio derecho, una obra maestra.
Y es que, claro, podemos ver la obra de un artista –de cualquier artista– como autorretrato y una autobiografía. Siempre es posible hacer esta lectura de una obra. Pero también la podemos ver como un homenaje a sus espíritus tutelares. Y Vicente Rojo dejó muy claro en su anterior exposición que sus homenajes no se detendrían en unos cuantos nombres. A la correspondencia dirigida, en principio, a una docena de creadores, añadió luego una serie de mensajes
en forma de esculturas de pequeño formato dirigidos a muchos otros artistas. Se trata, pues, de lo que sin exagerar podríamos llamar su correspondencia electiva.
Dos años después, y con motivo de los
primeros cincuenta años de existencia de la Galería Juan Martín –¡se dice fácil!– Vicente Rojo presenta la continuación de la saga que comenzara con aquellas Correspondencias, se prolongara en los Mensajes, y que ahora comienza a redondearse en un verdadero Salón de la fama de la mirada. Las obras que se exponen dan cuenta del entrenamiento visual de Rojo. O, si se quiere ver desde el punto de vista taoísta, de su mala educación.
Cómplice de esta misma mala educación, yo mismo, desde el momento en que entré al estudio de Vicente Rojo, comencé a ver las obras que como homenaje a tantos grandes artistas visuales se iban gestando, casi sin quererlo, en todas partes. Cada rincón comenzó a hablarme con el lenguaje visual de alguno de los titanes…
Para comenzar, quiero decir que la primera impresión que me produjo la obra en desarrollo –work in progress– fue la de un inmenso rompecabezas. O, si se quiere ver así, la de un inmenso collage. Mejor aún: la de uno de esos sorprendentes collages que Jess (un formidable artista prácticamente desconocido en México, que fue compañero de toda la vida del poeta de San Francisco, Robert Duncan) hizo a partir de piezas de rompecabezas. Juego de niños. Juego emprendido y desarrollado con la libertad, la gratuidad y la seriedad con que juegan los niños.
Así, en el aparente desorden del taller del artista es posible ver surgir constelaciones de objetos y manchas, trizas y trazos, que acaso apuntan hacia un homenaje o buscan ya, claramente, establecer una correspondencia con la obra de un artista en particular. Todos estos seres –veras constelaciones domésticas– reunidos, apilados, dispersos, azarosa o deliberadamente dispuestos, se presentan a la mirada como en proceso de formación. Como si por la mirilla de un telescopio viéramos surgir en cámara ultra rápida un nuevo sistema solar. Como si con los lentes de Vicente Rojo pudiéramos ver el surgimiento de una nueva galaxia.
Aunque también se podría plantear un símil en las antípodas de la visión, y en vez de hablar de espacios estelares y telescopios, hablar de los íntimos espacios atómicos y subatómicos, y remitirnos más bien al microscopio. Desde este punto de vista, no es imposible contemplar los diez mil objetos y criaturas que viven en el taller de Vicente Rojo como si formaran parte de esa variopinta fauna subatómica que se presenta ante nuestros ojos, más que como un objeto (o una serie de objetos) como un proceso en continuo estado de transformación.
Partículas elementales y partículas compuestas: quarks, leptones, electrones, neutrinos, fotones, gluones, protones, hadrones, barones, mesones y cuantas criaturas se animen a habitar en los extravagantes sueños de los físicos de partículas y los físicos nucleares. ¿Por qué no? Todo puede ser. A final de cuentas todo es cuestión de fe. Porque, como admirablemente dice Emily Dickinson:
La Fe
es toda una invención
Para el Hombre con conciencia -
Los Microscopios son buenos
En un caso de Emergencia.
La imagen de ese estado de continua emergencia de las partículas atómicas y subatómicas, conviene de manera precisa al proceso en el que se halla inmersa desde hace mucho tiempo la obra de Vicente Rojo; pero muy señaladamente en los últimos años. Así que, más pertinente que hablar aquí de los nombres de los artistas a los cuales pueden o podrían estar dirigidas las misivas visuales de Vicente Rojo, habría que hablar más bien de un juego que le encanta a la niña de su pupila: un rompecabezas multidimensional. Un juego donde una cosa es otra cosa; un objeto se convierte en otro objeto; un trabajo se transforma en otro… dando lugar a un proceso de emergencia de obras y su continua metamorfosis.
Los elementos que aparecen configurados en una obra migran sin impedimento alguno a otra y a otra y a otra… estableciendo un diálogo y un comercio entre visiones y artistas, entre formatos y técnicas. Átomos, partículas, moléculas orgánicas e inorgánicas, monómeros y polímeros que tanto le deben al milagro del accidente como al del ojo atento que es capaz de captar un orden allí donde no parecía haber sino caos.
No otra cosa sucede al otro lado del telescopio: los planetas, los satélites, las estrellas, los sistemas solares, las galaxias, y hasta los hoyos negros, nacen, crecen se reproducen, envejecen y mueren como lo hacen las partículas subatómicas. Y no es de extrañar, pues todo está vivo. Tal vez, en última instancia, no son sino la misma cosa. Las dos alas de un mismo pájaro de paradojas: haz y envés de una misma lente. Así lo vio Leonora Carrington y lo dejó escrito en su impresionante relato autobiográfico Memorias de abajo:
El huevo es el macrocosmos y el microcosmos, la línea divisoria entre lo Grande y lo Pequeño que hace imposible ver el todo. Poseer un telescopio sin su otra mitad esencial, el microscopio, me parece símbolo de la más oscura comprensión. La misión del ojo derecho es atisbar por el telescopio mientras el izquierdo atisba por el microscopio.
Y no por casualidad hablo aquí de mirillas, cámaras y lentes, ya que en mis visitas al taller de Vicente Rojo, como testigo y hasta cómplice del proceso de formación de su Museo de la fama, hice, por primera vez, uso de una cámara fotográfica para tomar notas. Así, fui recorriendo el taller encontrándome a cada paso con las huellas inconfundibles de algún artista conocido; con el eco de alguna obra; con el recuerdo de mi aprendizaje visual. La mala educación taoísta de la mirada de Vicente Rojo se alió a la mala educación de mi propia mirada, y las fotos que acompañan este texto dan testimonio de ello.
Sólo quiero agregar que ninguna de las fotos que acompañan este texto ha sido compuesta ex profeso. No he puesto a posar
los objetos. Son instantáneas que dan fe de la presencia de los maestros en el trabajo de uno de sus pares. Deudas de gratitud con los guardianes de la visión. Dentro de un orden muy bien disfrazado de desorden el taller de Vicente Rojo ofrece la posibilidad de encontrar aquí y allá la inconfundible huella de su progenie.
En el espíritu lúdico que anima este Museo de la fama, invitamos a los espectadores a dar nombres a los artistas
que se manifiestan en estas fotos, sin haber sospechado siquiera que serían invitados de lujo a este banquete que nos ofrece Vicente Rojo. Un artista que, viendo con los dos ojos, hacia adentro y hacia afuera, se ha entregado con pasión al Ars combinatoria de objetos y obras, de nombres y recuerdos, de técnicas y artistas, en éste, su personal Salón de la fama visual. Ars combinatoria cuya clave sólo él conoce, sabedor de que en cada obra, y en cada nueva serie de obras, siempre falta una figura y sólo una. Y nadie sabe dónde está… es secreta.