n una asamblea realizada ayer, la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) de Guerrero determinó reducar
, mediante trabajo comunitario, a cinco presuntos narcotraficantes detenidos el pasado 13 de octubre en posesión de 600 kilos de mariguana, por elementos de la policía comunitaria en el municipio de Atlamajalcingo del Monte. Se trata de un hecho sin precedentes que supuso, entre otras cosas, el rechazo de la comunidad a varios exhortos de las autoridades federales y estatales para que entregaran a los detenidos a la Procuraduría General de la República, así como la decisión de quemar los estupefacientes decomisados, lo que se concretó ayer mismo.
Para poner el hecho en perspectiva, debe señalarse que desde octubre de 1995, como respuesta a la exasperación por la violencia y la criminalidad en la región de la Montaña y Costa Chica guerrerenses, las comunidades indígenas de la región –catalogada como una de las más pobres de América Latina y recurrentemente asolada por actividades depredadoras de empresas, por la violencia de organizaciones delictivas y por una fuerte presencia militar– decidieron organizarse y crear, en ejercicio de su derecho a la libre determinación, un sistema autónomo de control territorial y de vigilancia e impartición de justicia, tareas que recaen, respectivamente, en las policías comunitarias –distribuidas en los 72 pueblos integrados al sistema, y coordinados por un comité ejecutivo– y en la referida CRAC y sus asambleas. Este entramado comunitario parte de una visión del control de la delincuencia diametralmente opuesta a la del derecho positivo: para la resolución de los conflictos provocados por conductas antisociales, las autoridades regionales no aplican una justicia punitiva, sino que privilegian la conciliación entre las partes o, en su defecto, la reducación
y la reintegración de los detenidos a la comunidad.
Con tales precedentes, la confrontación de visiones en materia de seguridad e impartición de justicia, que se ejemplifica con el caso comentado, alimenta la vieja tensión histórica entre el Estado nacional y los pueblos indígenas. En los hechos, el primero niega a los segundos el ejercicio de su plena autonomía –como queda de manifiesto, por ejemplo, con el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés–, pero al mismo tiempo las coloca en condiciones de desprotección y de vulnerabilidad ante las amenazas que provienen de los poderes fácticos –como la delincuencia, las corporaciones privadas, los cacicazgos– y de la propia presencia de las fuerzas públicas en sus territorios.
Por añadidura, en un momento en que las autoridades del país se han decantado por la aplicación de una estrategia de seguridad ineficaz y contraproducente, que ha supuesto la militarización de buena parte del territorio y la aceptación de un creciente injerencismo en distintos órdenes por parte de la nación vecina del norte, es claro que episodios como el referido representan un severo cuestionamiento a la lógica simplista, militarista y punitiva que ha guiado las políticas federales en materia de seguridad desde hace décadas, y que se ha acentuado en el presente sexenio.
Hasta ahora, en comunidades como las de la Costa Chica y la Montaña guerrerenses, lo mismo que en Cherán y Ostula, en Michoacán, y en las comunidades zapatistas, la capacidad organizativa de los pueblos y el recurso de añejos mecanismos autóctonos de seguridad e impartición de justicia han logrado erigirse, con mayor o menor éxito, como sucedáneos de la inoperante institucionalidad encargada de salvaguardar la seguridad pública, y lo han hecho a pesar de un persistente acoso oficial. Sería erróneo que el Estado dejara a esas comunidades abandonadas a su suerte, sobre todo ante la creciente amenaza que representan para ellas los cárteles del narcotráfico en la hora presente; pero no sería menos equívoco que se dejara de lado la experiencia que puedan aportar esos entornos o, peor aun, que se pretenda hacer abortar mecanismos exitosos como el de las policías comunitarias y la CRAC de Guerrero.
Si el gobierno federal ha decidido mantener hasta ahora una alianza en materia de seguridad con un interlocutor tan poco confiable como el gobierno de Estados Unidos, no hay razón para que no se plantee, como opción ante la ineficacia de la actual política de seguridad, el fortalecimiento de las autonomías indígenas y sus mecanismos de control, vigilancia e impartición de justicia, por más que ello implique abandonar viejas inercias y tabúes.