n Egipto, a una semana de que se lleven a cabo las primeras elecciones parlamentarias desde la caída de Hosni Mubarak, el gabinete de ministros de ese país presentó ayer su renuncia al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas –en el poder desde febrero pasado–, en respuesta a las circunstancias difíciles que atraviesa el país
: las masivas movilizaciones que se desarrollan desde hace cinco días en la plaza Tahrir de El Cairo –y que se han extendido a otras ciudades de la nación norafricana, como Alejandría y Suez (norte) e Ismailia (este)–, y la injustificable violencia represiva con que ha respondido el régimen castrense, que cobró ya su primera treintena de vidas y cerca de 200 heridos.
Resulta poco probable que la dimisión referida logre desactivar el descontento que se ha registrado en días recientes en la emblemática plaza cairota y en otros puntos del país, y otro tanto puede decirse de los llamados formulados ayer mismo por la junta militar a entablar un diálogo urgente para examinar las causas que han agravado la crisis actual
. El repudio expresado por la sociedad egipcia a la cúpula político-militar que controla el país desde hace nueve meses –en la que se encuentran incrustados cuadros prominentes de la dictadura, como el antiguo ministro de Defensa, Husein Tantaui– está originado en la continuidad, e incluso el agravamiento, de la política de mano dura
que caracterizó al régimen de Mubarak: dicha continuidad se expresa, entre otros elementos, en la vigencia de la denostada Ley de Emergencia –que prevé medidas policiales y judiciales excepcionales y que los militares habían prometido derogar desde hace meses–; en la persistencia de juicios militares entablados en contra de civiles –más de 12 mil 400 desde la caída del rais–; en la cruenta persecución de la junta castrense en contra de activistas, líderes políticos e incluso usuarios de redes sociales que han expresado señalamientos críticos en contra del régimen, y en la proliferación de denuncias por tortura, desapariciones y asesinatos a manos de efectivos del régimen.
Ante tal panorama, resulta lamentable la actitud hipócrita asumida por las potencias occidentales, las cuales toleraron a Mubarak durante 29 años y ahora, ante la evidencia de que la exasperación popular ha llegado a niveles explosivos en el país norafricano, no logran pasar de balbuceos como los expresados ayer por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, quien manifestó su profunda preocupación
por la violencia de días recientes y pidió que todas las partes se concentren en la celebración de unas elecciones libres, justas y pacíficas
. Es inevitable contrastar esa actitud con la condena emitida ayer por la Asamblea General de la ONU a los régimenes de Irán y Corea del Norte por los innegables atropellos cometidos contra las garantías fundamentales de sus respectivas poblaciones, y que se suman al aislamiento y a la hostilidad sistemáticos que esos gobiernos padecen por parte de Washington y sus aliados.
Una suerte mucho peor sufrió el régimen libio de Muamar Kadafi, el cual, tras reprimir bárbaramente los primeros indicios de rebelión en su contra a finales de febrero pasado, enfrentó una cruenta intervención militar avalada y financiada por Occidente, que se saldó con la caída y el posterior asesinato del líder de la Revolución Verde, con la muerte de miles de libios en ambos bandos y con una destrucción material aún indeterminada en aquella nación magrebí.
Es posible que la tolerancia occidental ante el régimen militar egipcio se explique por el interés de Washington y de Bruselas por evitar un crecimiento electoral del fundamentalismo islámico en esa nación tradicionalmente aliada, el cual representa, hoy por hoy, la única alternativa organizada al autoritarismo institucional aún vigente. En todo caso, con sus tibias reacciones a la barbarie militar que se desarrolla en Egipto, Estados Unidos y sus aliados han puesto de manifiesto la debilidad y la incongruencia de su compromiso con la democracia en ese país y en la región.