n víspera de la cumbre de la Unión Europea en la que los gobiernos de la llamada eurozona habrán de discutir, el viernes próximo, vías de acción para salvar la moneda común, la calificadora estadunidense Standard and Poor’s (S&P) dijo, en voz de uno de sus ejecutivos, que dicha reunión podría ser exitosa
si los líderes de la región –empezando por los de Francia y Alemania— demuestran tener una estrategia para estimular el crecimiento económico
y la mitigación del riesgo
. Mucho más puntuales fueron los señalamientos realizados horas antes, en una conferencia telefónica con varios periodistas, por Moritz Kraemer, responsable de la calificación de deudas soberanas de gobiernos europeos de S&P: para la firma, dijo, es importante que los países de la eurozona cuenten con paquetes fiscales creíbles y equilibrados
y que complementen la consolidación fiscal con reformas estructurales que tengan impacto positivo en el potencial de crecimiento de los países
.
El correlato de estos señalamientos son las advertencias, lanzadas ayer mismo por esa compañía, de colocar bajo revisión –y con perspectiva negativa
– la calificación crediticia del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera –creado para rescatar a los países en dificultades por la crisis de la deuda soberana– y de hacer otro tanto con las evaluaciones de los principales países de la zona euro, entre ellos Alemania y Francia, si sus líderes no alcanzan un acuerdo para resolver la crisis de deuda de la región.
Con independencia de las decisiones que adopten los gobiernos europeos convocados al encuentro, la actitud asumida por S&P plantea un escenario preocupante: la determinación de ese tipo de compañías para modelar la política económica de los gobiernos europeos y el sometimiento de éstos ya no sólo a la preceptiva de organismos multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional –que condicionan la entrega de ayudas
financieras a gobiernos en dificultades a cambio de sacrificar a sus respectivas poblaciones– sino ahora, también, a las presiones y chantajes de firmas privadas. Cabe preguntarse qué vigencia pueden tener los principios básicos de representatividad política y soberanía nacional si la conducción macroeconómica de un país depende, en última instancia, de un puñado de tecnócratas al servicio de intereses particulares que emiten dictados sobre la base de una atribución de poder absolutamente anómala.
Por añadidura, la insolencia exhibida por la calificadora estadunidense ante los gobiernos de la eurozona plantea una perspectiva desoladora: si las autoridades de esos países industrializados y ricos tienen dificultades para actuar con independencia y para oponerse a sus designios, mucho menos podrán hacerlo los gobiernos de naciones pobres y dependientes, como la nuestra, cuyas instituciones poseen mucho menor margen de maniobra para hacer frente a la vasta capacidad de chantaje que han adquirido esas compañías en el mundo contemporáneo.
La incursión ilegítima y cada vez mayor del vasto poder fáctico de las calificadoras en las decisiones públicas pone en entredicho, en suma, los principios de democracia y transparencia de los que suelen vanagloriarse los gobiernos europeos, y tendría que llevar a las autoridades nacionales, a las organizaciones multilaterales y a las sociedades a revisar el enorme peso que le suelen atribuir a las evaluaciones de esas firmas: aun sin tomar en cuenta su cuestionable desempeño en los meses previos al inicio de la crisis económica de 2008 –cuando otorgaron la calificación crediticia más alta a las hipotecas basura que contaminaron los mercados financieros mundiales e hicieron otro tanto con el aún quebrado banco Lehman Brothers–, no es conveniente para la estabilidad económica y política del planeta que esas compañías sean capaces de afectar, con sus decisiones, la vida en regiones enteras.
Es de esperar que los funcionarios, representantes populares y dirigentes políticos cobren conciencia del riesgo que ello representa y actúen en consecuencia.