rrancó ayer, en Bruselas, una cumbre de mandatarios de la Unión Europea (UE) que es considerada como la última oportunidad
para salvar al euro, la moneda empleada en 17 de las 27 economías que integran ese conglomerado de naciones y que en meses recientes se ha visto severamente afectada por los descalabros de algunos de sus integrantes como resultado de la crisis de deudas soberanas
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La incertidumbre y desconfianza sobre la posibilidad de lograr un acuerdo en la citada cumbre en torno al plan elaborado por los gobiernos de Francia y Alemania –reformar el Tratado de Lisboa para establecer la disciplina fiscal obligatoria entre los miembros de la UE y fortalecer el Banco Central Europeo– se saldó ayer con nuevas caídas del euro en las cotizaciones internacionales. A ello habrá que agregar las advertencias recientes de empresas calificadoras en el sentido de someter a revisión la nota crediticia de 15 de las 17 economías que integran la moneda común, y de hacer lo propio con el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera.
Aunque hace unos días la canciller alemana Angela Merkel sostuvo, en alusión a una eventual desaparición del euro, que los dirigentes europeos no permitiremos que se llegue a ese extremo
, la sola mención de esa posibilidad a cargo del gobierno de Alemania –la potencia económica de ese continente– permite ver que el abandono de la unidad monetaria es una posibilidad real y preocupante.
El menor de los problemas sería la dificultad técnica de los bancos centrales de cada país de Europa para reintroducir, a sus respectivas economías, las viejas divisas empleadas antes de la entrada en vigor del euro. Lo más preocupante de ese escenario es que, de concretarse, asestaría un golpe demoledor al proyecto de integración económica en la Europa comunitaria y ocasionaría, en consecuencia, un desajuste mayúsculo y una retroalimentación de la crisis planetaria: según el actual presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, una ruptura de la zona euro implicaría sacrificar 50 por ciento del PIB de la región y redundaría en la pérdida de un millón de puestos de trabajo tan sólo en Alemania. Un escenario similar fue esbozado la semana pasada por el presidente francés, Nicolas Sarkozy: “La desaparición del euro tendría consecuencias dramáticas para los franceses (…) haría que nuestro endeudamiento fuese incontrolable, el hundimiento de la confianza paralizaría todo y la población se empobrecería”.
La incertidumbre que se vive hoy en Europa es indicativa, por otra parte, de las fallas que arrastra de origen el proceso de integración que se desarrolla en esa región del mundo: en efecto, aunque la preocupación inmediata de autoridades regionales, los gobiernos nacionales, las empresas y las sociedades pase por la salvación del euro, el problema de origen no parece ser tanto la adopción de la moneda común, cuanto la aplicación de un modelo económico que ha mostrado su capacidad para socavar la solidez económica, institucional, social y política en las naciones y en los bloques regionales en que ha sido implantado.
En el caso de la Europa comunitaria, como han señalado diversos analistas, esa raíz desestabilizadora del neoliberalismo se expresó con la poca o nula atención, puesta en su momento por las autoridades a los desequilibrios y asimetrías existentes entre las economías de la zona –en la que convergen países industrializados, pero también economías débiles y dependientes–, y con la falta de capacidad de los gobiernos para contener la carga de corrupción y opacidad que históricamente ha acompañado la aplicación del llamado consenso de Washington.
Ante tales elementos de juicio, la salvación del euro sería insuficiente para detener el deterioro social y político en el viejo continente a consecuencia del neoliberalismo. De no reformularse de raíz el modelo económico vigente en esa y otras regiones, la economía mundial podría encaminarse a una nueva y peligrosa debacle, con los consiguientes y dramáticos saldos humanos, sociales y nacionales.