oda mi vida he sido un lector apasionado. De mi infancia recuerdo las novelas de Salgari y por supuesto la historia de Tarzán de los Monos, de Edgar Rice Burroughs, sin olvidar que con frecuencia compraba los Cuentos de Marujita, que por su precio mínimo estaban fácilmente a mi alcance. Más importante aún resultó la lectura de Trafalgar, de uno de mis autores españoles preferidos, de quien leí varios de los Episodios nacionales, aprendiendo que en la historia de la literatura española Benito Pérez Galdós era uno de sus protagonistas, anterior a la Generación del 98, que se convirtió prácticamente en un mito por la abundancia y la calidad de sus integrantes.
Durante la Guerra Civil, mi primo Óscar de Buen y yo leímos juntos en un libro particularmente amplio Gil Blas de Santillana, una muestra típica de la picaresca española con lo que aprendí a querer a Salamanca, que conocí un poco antes en un paseo de fin de semana al que nos llevó nuestro padre, alrededor de 1936, y en el que tuve la maravillosa oportunidad de saludar nada menos que a Miguel de Unamuno, entonces rector de la universidad en la que mi padre había sido profesor de derecho civil.
He leído mucho, pero difícilmente podría hacer una lista de mis autores preferidos. Desde luego El Quijote lo he leído un par de veces, y conozco de memoria algunos trozos de sus Entremeses, que en tiempos hoy lejanos representábamos un grupo casi familiar denominado El Tinglado.
Conozco a muchos de los autores mexicanos, especialmente a Carlos Fuentes y Octavio Paz, aunque reconozco que a veces me cuesta trabajo leerlos. No son los únicos, por cierto, y hay un montón de escritores mexicanos que alimentan mis descansos nocturnos en sustitución de las obras de derecho que leo por necesidad, y a veces por gusto –no siempre–, pero que forman parte de mi actividad profesional. He disfrutado mucho la lectura de Max Aub, a quien tuve el gusto de conocer y tratar con mucha frecuencia.
Tampoco soy ajeno a la literatura francesa, inglesa o rusa, con y sin matices políticos, ni mucho menos a la literatura iberoamericana, en la que hay autores, particularmente peruanos, que me atraen poderosamente, más allá de las evidentes divergencias políticas. He disfrutado y disfruto de obras de cubanos, de chilenos, de uruguayos y de argentinos ilustres, así como de las nuevas generaciones de escritores españoles.
Pero me pongo a pensar: si un periodista me preguntara sobre el título de alguna obra que he leído, confieso que me pondría en un brete y tendría que recurrir a Cervantes y a Galdós, dejando a un lado tantos y tantos autores que me han acompañado y me acompañan ahora en mis horas de descanso.
A veces me leo a mí mismo cuando tengo algunas dudas sobre temas laborales o civiles, y reconozco que me entretiene mucho ver mis perspectivas de entonces a partir de los hechos de ahora.
Pero me declararía culpable si a alguien, un periodista, por ejemplo, se le ocurre preguntarme por la presunta obra de cualquier autor. Seguramente sería calificado de inculto. Como Enrique Peña Nieto.