inalmente pude ver la película El caballo de Turín, estrenada en México durante el Festival de Cine de Morelia y después en la Muestra Internacional de la Cineteca.
Dura algo más de dos horas, fue premiada en Berlín como ejemplo de una nueva modalidad cinematrográfica, aunque a mi juicio revela, al igual que otros filmes recientes, una decantada veneración por el cine mudo, en el que la música se adhería a lo ya filmado y en el que privaba la imagen visual sobre cualquier otro tipo de recursos.
Además, excepto cuando irrumpe un tercer actor y desata su monólogo, los diálogos entre los dos principales protagonistas son monosilábicos. Debo reiterar que disto de ser experta en cine, pero como soy cinéfila y amante de la fotografía, su visión (dura 146 minutos) me ha deparado un recuerdo inolvidable, aunque algo soporífero y, por tanto, la necesidad de referirme a ella.
No se trata de una película para ser apreciada por un público masivo, pero desde luego que ha de tener múltiples veneradores.
El húngaro Bela Tor es un director de culto y coautor del guión, junto con Agnes Hiranitzy, si bien se antoja que en inextricable mancuerna con el camarógrafo (también director de cine) Fred Keleman.
Los episodios escénicos se desenvuelven mediante de cortes que abarcan, se nos anuncia, seis días en la vida de los protagonistas, quienes habitan la caballeriza que aloja al caballo (parece ser yegua), protagonista sine qua non y una casa rústica ubicada en un terreno totalmente desolado en el que sólo hay un árbol seco que se perfila hermosamente contra el horizonte.
Hay total ausencia de color, pero no de matices, antes al contrario, son los matices los que dotan al filme de inusual y mustia belleza.
Si los posibles lectores de esta nota buscan encontrar un episodio de la vida de Friedrich Nietzsche en la película, posiblemente queden decepcionados. En voz en off se nos narra dicho episodio que es archiconocido, aunque ha sido glosado o descrito de maneras diferentes por no pocos autores.
Conviene recordar sus temas principales: como la inversión y desautorización de valores consabidos, mismos que en cuanto a creación cinematografía quedan aquí excelentemente explicitados, al igual que el mito del eterno retorno, eje de la película a lo largo de escenas que ofrecen variantes casi imperceptibles, repetidas unas cinco o seis veces, la voluntad de poder, provoca igualmente vestigios en la relación que guardan el principal protagonista masculino con su hija y, más que nada, campea el nihilismo. No hay, en cambio, atisbos del advenimiento del super-hombre aunque a través del monólogo del visitante puede detectarse la inclusión de una cita textual.
Como la película está hablada en húngaro (por supuesto subtitulada) no resulta detectable de qué texto se trate o bien si se tomaron aforismos de diferentes textos, al parecer excluido Zaratustra.
Una de las escenas que provoca algún tipo de desesperación, debido a su reiteración, es el momento en que la hija del supuesto granjero (aunque no hay granja alguna) pronuncia la palabra listo
, momento en el cual ambos se sientan en una mesa de madera ante dos platos vacíos. La hija, que mantiene todo el tiempo el fuego del hogar, trae un par de papas hirvientes y los dos comensales las devoran, quemándose los dedos.
Se ha dicho que tanto el director como el camarógrafo experimentan honda emoción ante el cuadro Los comedores de patatas, de Vincent van Gogh. Es bien posible que de allí derive no sólo ese hecho filmado, sino algo de la tónica que guarda la película, como la estructura del pozo al que acude la hija consecutivamente con objeto de llenar con agua las cubetas.
Las parsimoniosas acciones, casi coreográficas, se desenvuelven durante una persistente tormenta , lo que hace del aire el protagonista principal, que mueve el polvo, las puertas rústicas de la caballeriza y la vestimenta de la joven mujer cuando la vemos de espaldas al salir a la intemperie.
Uno de los escasísimos espectadores que asistíamos a la proyección (hora poco propicia para advenimiento de público, las dos de la tarde), el joven de 13 años José Ignacio, me comunicó que había máquinas especiales para provocar el aire, cosa contraria a mi creencia, consistente en que el equipo de Bela Tar había tenido que elegir días de turbulencia climática, aunque sin lluvia, nieve o vegetación, para realizar sus tomas.
El paisaje es ascético, el interior de la casa de piedra construida sin argamasa (se adivina que específicamente edificada, de acuerdo seguramente con planos y dibujos del autor-director, lo mismo que la caballeriza) resaltan las cualidades de los pocos adminículos, que como el baúl, la carretilla o las puertas con sus herrajes, revelan un poderoso impulso de captar y dar relieve a cosas hechas por la manos humanas, sin irrupciones maquinísticas, lo cual también es bastante nietzscheano.
Como no hay trama, mas que el decurso de los seis días, espero no haber revelado nada que impida al posible espectador no muy afecto al cine de masas, el disfrute del singular filme El caballo de Turín.