yer, luego de la difusión de supuestos suicidios de habitantes de los pueblos rarámuris de la sierra Tarahumara por la hambruna que se vive en esa región, el presidente municipal de Carichí, Ignacio Varela Ortega –uno de cuyos subordinados había confirmado los decesos– dijo desconocer el dato
y añadió que si eso sucedió, al menos no fue aquí
. Un día antes, el gobernador de la entidad, César Duarte, rechazó categóricamente el suicidio masivo de tarahumaras por motivo de la hambruna
, y atribuyó tales versiones a la injerencia de gente sin escrúpulos que miente y engaña a personas de buena fe
.
Por lo que toca a las muertes por desnutrición de seis personas en el propio municipio de Carichí, denunciadas el fin de semana por la organización campesina El Barzón, las autoridades estatales y municipales han mantenido una actitud hermética y se han limitado a admitir que, debido a la pérdida de producción agrícola como consecuencia de las intensas sequías del año pasado, los habitantes de la sierra sí requieren de la ayuda solidaria de los mexicanos
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Con independencia de que se confirmen o no los decesos referidos, el revuelo mediático ocasionado en días recientes por la difusión de esas versiones ha vuelto a poner bajo la mirada de la opinión pública la circunstancia de marginación, indefensión y miseria que padecen las comunidades autóctonas de la sierra Tarahumara.
El correlato de esa circunstancia es una historia de despojo, depredación y opresión cultural, económica y ambiental que viene de siglos atrás, desde los férreos procesos de evangelización católica y el despojo de tierras por colonizadores novohispanos de los siglos XVII y XVIII hasta el saqueo actual de lo que queda de los bosques de la región por trasnacionales madereras y el lucro de la pobreza de las comunidades rarámuris por grandes agroexportadores, pequeños y medianos comerciantes mestizos e incluso organizaciones de narcotraficantes.
No menos partícipes de esta tragedia han sido los niveles municipales de gobierno, que arrastran una vieja historia de corrupción, indolencia y caciquismo; las administraciones estatales de Chihuahua, Durango y Sinaloa, en cuyos territorios se asientan los pueblos rarámuris, y la propia Federación, que suele debatirse entre su sordera proverbial hacia las comunidades autóctonas y la aplicación de políticas indigenistas caracterizadas por el paternalismo, la incomprensión y el usufructo político y electoral de sus supuestos beneficiarios.
Para colmo, la crisis alimentaria que se abate sobre los rarámuris ocurre con el telón de fondo de un manoseo político injustificable de los fondos para la atención de los desastres naturales: ayer, la Secretaría de Desarrollo Social informó que la actual administración federal destinará 11 mil millones de pesos para paliar los efectos de las sequías ocurridas el año pasado, pero es obligado recordar que hace unos días el titular del Ejecutivo federal se enfrascó en un jaloneo con la Cámara de Diputados luego de que esa instancia legislativa aprobó un paquete de ayudas similar, con el argumento de que carecía de atribuciones constitucionales para tal efecto.
La desinformación que ha prevalecido hasta ahora respecto de las presuntas muertes de tarahumaras es indicativa del desdén con que suelen conducirse las autoridades de todos los niveles hacia grupos poblacionales como el referido. Por eso, más allá del envío inmediato de despensas y cobijas a la sierra Tarahumara, se requiere de voluntad política para combatir la extendida pobreza que se abate sobre los rarámuris y revertir décadas de un desprecio y una indolencia que sólo se ven interrumpidos en giras presidenciales y actos públicos, o bien, como ocurre ahora, en tiempos electorales.