n el contexto de un congreso organizado por el Vaticano en la Universidad Gregoriana de Roma, los especialistas estadunidenses Michael J. Bemi y Patricia Neal señalaron que el costo que la Iglesia católica ha tenido que pagar debido a las denuncias por abuso sexual de sus sacerdotes –ya sea por concepto de servicios jurídicos, indemnizaciones o tratamientos médicos y sicológicos para las víctimas– se sitúa muy por encima de los 2 mil millones de dólares
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La cifra, aunque escandalosa, parece conservadora si se toma en cuenta que, además de los gastos enlistados, los jerarcas católicos han debido destinar grandes sumas para sufragar acuerdos extrajudiciales con las víctimas de pederastia, a efecto de disuadirlas para que desistan de sus acusaciones en contra de clérigos. En todo caso, mucho más caro que las pérdidas económicas es el descrédito en que se encuentra sumida la Iglesia católica por los escándalos de pederastia: es inevitable establecer un vínculo causal entre ese estigma y la pronunciada pérdida de feligreses –10 mil por día tan sólo en América Latina, según datos del Consejo Episcopal Latinoamericano– que sufre en el momento presente.
Los costos en materia económica, en imagen pública y en autoridad moral, permiten ponderar el carácter contraproducente de la conducta de la jerarquía ante las denuncias contra curas pederastas, la cual se ha caracterizado por la hipocresía y la voluntad de encubrimiento. El caso más representativo es el del fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel, cuyos delitos sexuales contra menores fueron conocidos desde mediados del siglo pasado por los más altos niveles eclesiásticos, y ello incluye a Juan Pablo II y a Benedicto XVI. Sin embargo, ya fuera por temor a perder las cuotas de poder político y económico que Maciel aportaba a la Iglesia católica o por mera insensibilidad, Roma optó durante décadas por encubrir los crímenes del sacerdote michoacano y hostigó en forma sistemática a las víctimas que denunciaron los abusos sufridos.
De haber actuado con transparencia y apego a la ley ante las denuncias en contra de Maciel y otros curas abusadores; de haber impuesto sanciones ejemplares a los responsables de esos crímenes, y de haberse consagrado al castigo y a la prevención de nuevas agresiones sexuales de menores perpetrados por sacerdotes, el Vaticano habría podido evitar el enorme desprestigio que esos delitos le han causado y ahorrarse grandes sumas de dinero por concepto de indemnizaciones y acuerdos extrajudiciales con las víctimas.
Si la curia romana desea restañar en alguna medida el deterioro provocado por su propia conducta frente a los casos de abuso sexual cometidos por clérigos, tendrá que afrontar, y no seguir ocultando, la realidad; emprender un ejercicio de autocrítica amplia y sincera; no obstaculizar la presentación de las denuncias penales correspondientes contra sacerdotes agresores que aún gozan de protección institucional, y señalar públicamente a las autoridades eclesiásticas que incurrieron en casos de encubrimiento de los criminales. De lo contrario, y a pesar de las advertencias de cero tolerancia
lanzadas por los jerarcas de San Pedro, es de suponer que los casos de abuso sexual por sacerdotes continuarán, y no habrá dinero ni política de control de daños que alcance para revertir la erosión y el declive causados al catolicismo por la pederastia y el encubrimiento.