a integración de las mujeres al cuerpo político electoral en el mundo implicó su igualación jurídica con los hombres, lo que, por supuesto, les dio el voto activo y pasivo y las puso en condiciones de participar en la política y también de pugnar por los puestos de representación popular. Pero eso fue sólo el principio. Aún quedaba un largo trecho por recorrer. En algunas naciones la reforma se acerca ya a los cien años de antigüedad. En México se plasmó apenas en 1952. En unos lados, las mujeres han transitado exitosamente el camino a su plena participación en la lucha por el poder. En otros, como en México, su paso ha sido lento y tortuoso, y todavía tienen mucho que recorrer.
En un mundo como éste, tan persistente y reiterativamente machista y discriminatorio, muchas mujeres supieron desde el principio, y de ello algunas dejaron testimonios esclarecedores, que no les habían regalado nada (la misma reforma inicial fue resultado de su lucha centenaria por sus derechos), sino que era apenas el principio. Durante décadas los efectos de la reforma casi no se notaron. Con todo y sus derechos plenamente adquiridos, las mujeres siguieron siendo excluidas del poder. Las excepciones sólo sirvieron para confirmar la regla. Los dueños del poder del Estado eran y seguirían siendo los hombres.
A veces se decía que las mujeres debían superarse mucho para poder aspirar a ese poder porque, en efecto, no podían esperar que nadie les regalara nada. Con el tiempo pudo verse que no era sólo incapacidad de las mujeres para la contienda, cosa que nunca se demostraba y sólo se daba por sentada; sino que los hombres, adueñados de los puestos de decisión, imponían que las mujeres siguieran en la retaguardia y nunca pudieran competir en una verdadera igualdad de condiciones. Eso tuvieron que demostrarlo las mismas mujeres. Los hombres sentían que no les debían nada.
Crear las condiciones para que se diera la igualdad efectiva entre los géneros en la política tampoco fue obra de los hombres, celosos siempre de sus privilegios, sino de las mismas mujeres que fueron imponiendo, en la medida en que su representatividad crecía y se afianzaba, diversas medidas de carácter legal que las acercara a la igualación con el otro sexo. Muchas de esas medidas fueron acuerdos partidistas internos o pactos políticos que involucraron a las mujeres; pero lo más decisivo comenzó a darse cuando esas medidas comenzaron a traducirse en disposiciones legales que aseguraban, por lo menos en parte y gradualmente, el progreso político de su género.
Entre nosotros, con antecedentes en otras partes, eso se dio cuando empezó a establecerse, primero en los estatutos partidarios y luego en la misma legislación electoral, lo que se ha dado en llamar cuotas de género, que nunca se han convertido en exigencias de igualdad total, pero que aproximan los grados de representatividad de las mujeres y de los hombres. Se ha llegado a fijar convencionalmente una especie de mínimo en dicha representatividad: ningún sexo puede aspirar a tener más de dos terceras partes de la representación total que toca a cada partido; pero ninguno puede tener menos del cuarenta por ciento de la misma.
Eso es un gran avance, pero no en términos meramente cuantitativos, sino porque, en los hechos, significa para las mujeres una oportunidad real de que su presencia en la política sea definitiva. Si algún significado tienen los números es el de dar a las mujeres una masa de representatividad a la que los hombres no podrán oponerse. Claro está que hay ésas que se llaman excepciones
que buscan escamotear ese logro de las mujeres. La última es la que fija la ley en el sentido de que quedan fuera de la relación numérica las elecciones internas que se llevan a cabo mediante procesos democráticos. Finalmente, hemos llegado al punto en el que esa excepción es muy relativa, pues jurisdiccionalmente se ha impuesto el criterio de que, sobre todas las excepciones, esa paridad debe ser respetada.
El problema, como casi todo en lo electoral, radica en una imprecisa redacción de la ley. El Cofipe, en su artículo 219, primer párrafo, establece como deber de los partidos que el total de sus candidaturas deberá quedar integrado por cuotas de sesenta y cuarenta, sin precisar el género. Pero en su segundo párrafo establece la salvedad de las candidaturas que sean resultado de un proceso de elección democrático, conforme a los estatutos de cada partido
. No hacen falta muchas luces para deducir que se trató de una maniobra de los legisladores de los partidos que vieron en ello un resquicio para burlar lo dispuesto en el primer párrafo.
La disposición, evidentemente, necesitaba de ser interpretada para su correcta aplicación. En una primera instancia, el Consejo General del IFE (7 de octubre de 2011) sostuvo la validez de la excepción y decidió que un partido debía presentar como máximo 180 (Cámara de Diputados) y 38 (Senado) candidatos de un mismo género. Con posterioridad y resolviendo sobre impugnaciones presentadas por varias legisladoras, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación determinó que la dicha excepción no podía sostenerse por sobre los porcentajes establecidos por la propia ley electoral y que la cuota de género debía ser respetada en todo caso (Sup-JDC-126240/2011 y acumulados).
El máximo de candidaturas de un mismo género en las elecciones uninominales se estableció en 120 (para diputados) y 26 (para senadores); mientras que para las plurinominales habría planillas de cinco por cada una de las cinco circunscripciones de las que dos integrantes serían del mismo género, resguardando así los porcentajes fijados en el primer párrafo del artículo 219. Las sanciones están claramente establecidas: habrá dos amonestaciones para los partidos que no cumplan con la cuota y, finalmente, se les anulará el mismo número de candidaturas que se hayan negado a dar a cada género.
La resolución del TEPJF no sólo puso en su lugar a los partidos y a sus legisladores, sino que al Consejo General del IFE le creó un problema que ahora los consejeros no saben cómo enfrentar y que todos esperamos que sepan y quieran hacerlo. Lo normal y conveniente sería que todos los partidos cumplieran con lo dispuesto legalmente y precisado jurisdiccionalmente. Pero, en lugar de ello, algunos, particularmente el PRD, se han dedicado a chillar y a pedir clemencia porque, según ellos, les es imposible cumplir con la cuota. Los del DF se sacaron la broma de que estarían dispuestos a pagar multa
para no cumplir. Se ve que no conocen la legislación electoral.
El Consejo General del IFE deberá asumir su papel como vigilante observador de la ley y meter en cintura a los partidos felones que se niegan a dar los espacios que tocan a sus mujeres y, en efecto, anularles todas las candidaturas de un mismo sexo que violen por su número la cuota de género. No pueden alegar que no tienen suficientes mujeres para el efecto. En el caso de los partidos de izquierda, el Frente de Mujeres del Movimiento Progresista ha presentado abultadas listas de excelentes prospectos que triplican los requerimientos de los partidos.