Opinión
Ver día anteriorDomingo 4 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El mal de muchos
A

gobiada por la austeridad entendida por el poder como derrota mayoritaria, Europa sigue rumbo a la zozobra con una cauda espectacular de desempleo cuya acumulación advierte de retos serios a la otrora esperanzadora democracia avanzada que constituye uno de los dos pilares fundamentales de su proyecto histórico. El otro, ya bajo el fuego del miope interés electoralista alemán y de la insaciable codicia del capital financiero escondido bajo las faldas de la canciller, era el bienestar generalizado y protegido de modo universal en casi todas las naciones del continente.

Qué saldrá de esta infausta combinación de amenazas, es difícil de saber, pero es claro que sin una revisión a fondo de los criterios organizadores de ambos sostenes, la Unión y la comunidad en general tardarán mucho tiempo en recuperar el ritmo más o menos tranquilo de construcción sostenida de una nueva y promisoria sociedad multinacional. Con Grecia, España o Irlanda o sin ellas.

Los desastres europeos ponen en peligro una estabilidad internacional prendida de alfileres, que la contumacia teutona parece empeñada en desprender. Pero lo real parece decidido a llevar a la región a lo surreal, que antaño quiso decir pleito a muerte de todos contra todos, destrucción de tejidos y lazos económicos y sociales, las peores pesadillas de irracionalidad que la humanidad moderna haya conocido en el nazismo y el fascismo.

Recordar esos escenarios apocalípticos no es un ejercicio en memoria-ficción. La presencia de fuerzas e inclinaciones al encierro o el chovinismo racista están ahí, en el mal trato de gitanos y rumanos, en el olvido hipócrita de los inmigrantes africanos y latinoamericanos, en las convocatorias altisonantes y majaderas para acabar con un Estado comprometido con el bienestar o el bien común para todos, entendido como una condición constitucional de toda democracia moderna.

Los malos ratos que republicanos y demócratas conservadores le hacen y harán pasar a Obama y sus visiones futuristas, completan el cuadro ominoso de Occidente que surca mares sin cartas seguras de navegación, aunque la noción de crisis global pueda, por lo pronto, servir como aliento para navegar con radares averiados. La realidad es, sin duda, desigual en ritmos y gravedad, pero vista de conjunto no da lugar a optimismo razonado alguno.

El escenario es hostil y se vuelve peor por la ausencia de un liderazgo que pudiera ser capaz de revitalizar el Estado desde sus fundamentos, que tienen que ver con el consenso y la legitimidad emanada de la ciudadanía, hoy por hoy lejos de políticos y gobiernos pero a la vez demandante implacable de orden, seguridad, expectativas que sólo pueden proveer los estados. Tal es la paradoja cruel de esta crisis primera de la globalidad.

Nadie está bien, aunque hay unos peor que otros. No es lo mismo deber varias veces el PIB que hacerlo en una proporción menor, como ocurre con Estados Unidos y con la España regañada por Bruselas. Pero al final de esta historia que no termina, los vociferantes del déficit cero y los acosados militantes de la acción compensadora y dinamizadora del gobierno tendrán que convenir en que lo que une a macro y mezo deudores no es el tamaño o la proporción de sus deudas, sino la falta de crecimiento económico que al ser mantenida como agenda para después de la consolidación fiscal, no consolidará las finanzas sino el desequilibrio financiero, productivo y desde luego social.

Regodearse con la situación mundial, con cargo a la tontería supina de que nosotros ya pasamos por eso y además aprendimos, puede llevar a los funcionarios responsables de la política económica, en particular al secretario de Hacienda, a una ascensión al Everest del autoelogio, cuyo desenlace fatal es el autoengaño como política. Y no hay que olvidar que, como dijera Simone de Beauvoir, cuando la mitomanía se vuelve forma de gobierno, la cosa se pone grave.

Guiado por unos peculiares sherpas radiofónicos, el secretario de marras se embarcó este viernes en una reconstrucción histórica digna de mejor causa, tratando de tapar con la desmemoria lo que aún es presente lacerante. Según él, la conducción contracíclica gubernamental de 2009 salvó al país de algo peor que un desastre, parecido al de 2005, cuando los índices de pobreza se fueron a la estratósfera. Lo que Meade y sus solícitos interlocutores soslayaron una y otra vez, es que la actividad económica se derrumbó como en aquel año, más de 6 por ciento, pero que, a diferencia de lo ocurrido entonces, la recuperación lograda no ha podido dejar atrás la portentosa crisis del empleo que, de hecho, arrancó con la recesión con que inauguramos el siglo de la alternancia.

El hecho duro es que, con una fuerza de trabajo de 50 millones de mexicanos, los que trabajan en condiciones de informalidad, que en la mayoría de los casos quiere decir precariedad, desprotección y pésimos ingresos, representan ya más de la mitad del total. Como ilustra la investigadora Norma Samaniego: en la primera década de este siglo, la fuerza de trabajo registró un crecimiento de casi diez millones. En este lapso el empleo formal sólo creció en 3 millones, lo que significa que 7 millones de nuevos trabajadores se ubicaron en la informalidad, en el desempleo, o emigraron.

Ítem más: muchos de los que no están ocupados, o bien optan por dejar de ser población activa y renuncian a buscar empleo, o se arriesgan a la fuga inclemente de la emigración al Norte…o de la informalidad criminal.

Estos son los déficits reales que hay que llenar. Contrariamente a lo que sostienen los malos émulos de las cotorras de Samuelson (que podían volverse economistas políticos con tan sólo aprender a pronunciar oferta y demanda), lo que urge no es consolidar la finanza pública sino ponerla al servicio de una recuperación mayor que abra cauce a un crecimiento que genere empleo y se base en un mercado interno robusto, fruto de la industrialización y la diversificación estructural que la vía unidimensional del crecimiento dirigido por la exportaciones (y sin crecimiento) bloqueó.

El mal de muchos no puede ser hoy consuelo para nadie. Mucho menos para quienes pretenden dirigir.