a penúltima vez que vi a Joaquín Gutiérrez Heras, en una de las comidas consuetudinarias en casa de Mario Lavista y Sandra Pani, tardamos casi 20 minutos en ir, paso a pasito, de la mesa al auto. Y no porque la distancia fuera mucha, sino porque el peso de los años ya le resultaba excesivo. La última vez que lo vi asistió a la comida en silla de ruedas. Había perdido la moivilidad, pero no el brillo de la mirada, por más que su voz se había ido haciendo más y más leve, y sus intervenciones cada vez más esporádicas. Lejos quedaban tantas conversaciones, tantos buenos momentos, en compañía de Mario y Sandra, de Joy Laville, de Raúl Ortiz, de Alberto Cruzprieto, de Paty, mi esposa, y de tantos otros amigos y amigas… Su memoria era tan sorprendente como la de Raúl Ortiz, y en más de una ocasión fuimos testigos de verdaderos duelos de alucinante rememoración. Escuchar hablar a Joaquín era ver proyectada la película no de una época, sino de muchas épocas de un México cada vez más borroso en la memoria colectiva. Así, vimos pasar muchas veces en su conversación las aulas del Colegio Alemán de sus años mozos; la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); los años de trabajo en el cine nacional musicalizando toda clase de películas; sus intensas experiencias como director de Radio UNAM durante el Movimiento Estudiantil del 68… “La discoteca de Radio UNAM era tan buena que los soldados la admiraban y, luego de mantenerla ocupada en 1968, dejaron una nota felicitando a los encargados por la calidad del material, que fue encontrado intacto (…) el rector Javier Barros Sierra me dijo en broma que hasta el coronel la respetó de tan buena que era”.
Hoy, 3 de marzo de 2012, escuchando su disco 5 Obras orquestales, que él mismo me regaló, y donde aparece su bello Postludio, dirigido por Eduardo Mata, no puedo dejar de pensar en cómo todas sus experiencias se encuentran presentes en su música. Más de 70 obras sinfónicas, música de cámara y bandas sonoras para películas dan fe de su vocación constructiva que viene desde sus estudios de arquitectura; su paso por el Conservatorio Nacional de Música y su relación con Rodolfo Halffter, Luis Herrera de la Fuente y Blas Galindo; sus sesiones de música renacentista con Antonio Alatorre y Margit Frenk; su aprendizaje en París con Nadia Boulanger y Olivier Messiaen; sus estudios en la escuela Juillard, en Nueva York; su experiencia dando clases y escribiendo sobre música; su inmersión en el mundo del cine, al trabajar con directores como Arturo Ripstein, Jaime Humberto Hermosillo y Alberto Isaac; su trabajo en el teatro; su estrecha amistad con Eduardo Mata, Mario Lavista, Martha Verduzco, Raúl Herrera, Jorge Ibargüengoitia, Brian Nissen, las hermanas Pecanins y toda la generación de la Ruptura…
Fiel a sí mismo, inteligente, irónico, sarcástico a veces, intransigente con las tonterías y las frivolidades, solitario solidario, lector infatigable, y entregado siempre a la música, Joaquín Gutiérrez Heras deja en México una obra que, como bien escuchó y escribió Leonora Saavedra hace algunos años, se encuentra entre las más creativas, más personales y más cuidadosamente producidas de la creación musical del siglo XX
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