n su comparecencia ante el Senado de Estados Unidos, el jefe del Comando Norte de ese país, Charles Jacoby, sostuvo ayer que es prematuro afirmar si las autoridades mexicanas están ganando o perdiendo la lucha contra el crimen organizado
y calificó de inaceptable
el saldo de 13 mil muertos que dejó el año pasado la violencia atribuida a los choques entre cárteles o entre éstos y las fuerzas públicas. El senador republicano John McCain, tras escuchar la ponencia de Jacoby, dijo que Washington debe evaluar si estamos teniendo éxito o estamos fracasando, y si el gobierno mexicano está siendo exitoso o no, porque a partir de eso tendremos que valorar nuestras estrategias
.
Tales planteamientos, que en sí mismos constituyen una extralimitación en las funciones de quienes los formularon –pues no corresponde a militares ni a legisladores estadunidenses determinar qué política es o no aceptable o exitosa para la seguridad de los mexicanos y para la vigencia de la legalidad en nuestro país–, ocurren en un momento en que se extiende, en sectores amplios y crecientes de la opinión pública internacional, un consenso sobre el fracaso de la llamada guerra contra las drogas
declarada por Estados Unidos en 1971, en el gobierno de Richard Nixon, con la promesa de obtener un mundo libre de adicciones
.
Ayer, significativamente, en un debate organizado por Google y la organización británica Intelligence2, la mayoría de los participantes –entre los que se encontraron el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos; los ex presidentes de México y Brasil Vicente Fox y Fernando Cardoso, respectivamente; el fundador de Wikileaks, Julian Assange; el escritor Misha Glenny y otros– coincidieron, con diversos matices, en que la actual política de combate al narcotráfico ha arrojado saldos desastrosos: las drogas están hoy más al alcance de la población que hace cuatro décadas, las organizaciones dedicadas al trasiego y venta de estupefacientes son más poderosas, y el número de muertos como resultado de los esfuerzos gubernamentales por combatirlas se ha multiplicado por cientos de miles.
En el citado debate se hizo evidente la debilidad argumental del defensor de la prohibición, el director general de la oficina de la Organización de Naciones Unidas para el Control de las Drogas y el Crimen, Antonio María Costa, quien no encontró mejor argumento para oponerse que decir que los estupefacientes son perjudiciales para la salud y deben ser regulados
, postura que no se contrapone con su despenalización. Ante semejante ausencia de razones tras las políticas prohibicionistas, las propuestas de despenalización de las drogas han ido aflorando y ganando adeptos en las comunidades científicas y académicas, así como en los ámbitos políticos de diversos países, habida cuenta de que las estrategias basadas en la prohibición simplemente no han logrado eliminar –ni siquiera atenuar– el problema.
Por el contrario, se ha ido evidenciando el vínculo causal entre el reforzamiento de la persecución policiaco-militar emprendida por los gobiernos y el fortalecimiento de los grupos criminales dedicados al narcotráfico, e incluso los nexos de complicidad entre unos y otros: es pertinente traer a cuento lo expuesto ayer por Julian Assange, de que los cables diplomáticos hechos públicos por su organización han dado cuenta de la doble moral de algunas potencias que imponen políticas de combate a las drogas en terceros países y al mismo tiempo se erigen en cómplices de regímenes y organizaciones que las producen y trafican.
Con este telón de fondo, resulta inadmisible y desolador que mientras en un sector mayoritario de la opinión pública internacional cobran fuerza los intentos por articular en forma coherente un nuevo enfoque del fenómeno del narcotráfico y por reformular las estrategias para hacerle frente, en nuestro país continúa desarrollándose un baño de sangre cotidiano, prosigue la caída de las instituciones en nuevas simas de descomposición, avanzan la militarización de la vida pública, la desintegración social y la degradación humana, y se mantiene y profundiza el injerencismo y la doble moral de Washington, a consecuencia del empeño gubernamental por mantener un enfoque de combate a las drogas ineficaz, contraproducente y, a lo que puede verse, caduco.