ivimos un momento cardenista. Lo digo en dos sentidos. Primero vivimos un momento parecido al que enfrentó Lázaro Cárdenas a finales de los años 30 en dos aspectos. Primero una crisis económica mundial que llama a soluciones heterodoxas. Y una correlación de fuerzas internas que permite imaginar soluciones intrépidas en lo político y lo económico. Hasta ahí la analogía. Nada permite suponer que la profunda crisis económica que golpea de maneras distintas a Europa y Estados Unido conduzca a una guerra mundial. Pero ha exacerbado en ambos casos tanto a los grupos más xenófobos y derechistas como a nuevas y trascendentes formas de expresión progresistas desde las movilizaciones juveniles hasta la revitalización de algunos partidos de centro izquierda como el Partido Socialista de Hollande o el Laborista de Miliband o expresiones políticas más a la izquierda como Melenchon en Francia o más ciudadanas como Beppe en Italia. La presente discusión en Europa entre la disyuntiva entre crecimiento y austeridad –una antigua y pesimamente definida opción entre nosotros en los 80– ,o la oposición programática en Estados Unidos entre rendir culto a los ricos –una versión más salvaje de la frase mal atribuida a Deng Xiaoping de enriquecerse es glorioso
– o un regreso paulatino a la senda de mejor distribución de ingresos y beneficios; apuntan a un momento donde lo definitorio será asumir riesgos acotados pero al fin riesgos para salir de la actual inercia intelectual y política. Continuar en la inercia sólo lleva a hundirse en las arenas movedizas de la actual coyuntura mundial.
Me refiero también a un momento cardenista por el que atraviesa el país, en otro sentido. El acontecimiento que marcó el inicio efectivo de una transición política que después perdió su rumbo fue la increíble conjunción de movilizaciones sociales, movimientos cívicos y división en la elite gobernante que desembocó en la campaña presidencial de 1988. Tres hechos simbólicos marcaron esa coyuntura: la concentración campesina en La Laguna, el mitin de universitarios en la explanada de Rectoría en CU y la declinación de la candidatura presidencial de Heberto Castillo a favor de Cuauhtémoc Cárdenas. Nuevamente hasta ahí las analogías. Pero es real que hoy presenciamos la tremenda fragmentación entre las clases dirigentes, las profundas escisiones en los tres partidos reales, las fracturas en las formas de representación política y social y una enorme proliferación de movimientos sociales y organizaciones locales en casi cualquier ámbito geográfico del país en zonas metropolitanas, ciudades y pueblos.
El vigor de las recientes manifestaciones juveniles puede sorprender a quienes han estado viendo en otras direcciones diferentes al subsuelo social, pero es claro que ya se habían anunciado en acontecimientos locales o en las marchas de las víctimas de la guerra contra los carteles expresadas en la figura señera de Javier Sicilia.
A principios del año señalaba en estas páginas (07-01-2012) que estamos ante un dilema social: todos los actores políticos saben que son víctimas y prisioneros de un arreglo que basado entre la desconfianza mutua, el agandalle, la exhibición despiadada de reputación dudosa lleva a la decadencia económica y moral del país y en el límite a su propia derrota. Dado que no existen incentivos para tomar riesgos que rompan la parálisis, revisaba que eventos podrían modificar lo que parecía ser una campaña presidencial mediocre y con escaso contenido programático. Mencionaba tres factores que podrían modificarla: la profundización de la crisis económica, el desbordamiento de la guerra contra el crimen organizado y una amplia movilización ciudadana.
Al menos dos de esos factores están convergiendo. De ser así, la expresión juvenil generada inicialmente en los eventos de la Ibero, habrá jugado el rol de catalizadores de cambios mayores.
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